“Las Fuerzas Armadas tienen recursos [para combatir el delito]. Se iba a hacer y se paró por una discusión, un debate ideológico, estupidez ideológica. Esas cosas a uno lo enferman porque todos los días asesinan más de seis personas en Buenos Aires y Gran Buenos Aires, y por esta idiotez ideológica no las podemos hacer. Yo esas cosas no las puedo entender. Es sentido común. Hay que hacerlo ya.”
A pesar de la premura, catorce años le tomó a Mauricio Macri dar el primer paso en la dirección que anhelaba desde los comienzos de su carrera política, a juzgar por las declaraciones que dio en una entrevista televisiva en 2004, cuando todavía conducía Boca Juniors y ni siquiera existía el Pro, la sigla con la que sería electo diputado por primera vez un año más tarde.
Esta semana, finalmente, pudo estampar la firma en el decreto que barre con el cerco entre el ámbito militar y el policial, una de las pocas políticas de Estado que tuvieron continuidad desde la recuperación de la democracia, sin importar quién estuviera en la Casa Rosada. El camino que se abre a partir de ahora es incierto, pero plagado de sombras.
La utilización de las Fuerzas Armadas en seguridad interior no es una ocurrencia de Macri ni un invento autóctono, como el colectivo o el dulce de leche: responde a una directiva (perdón, a una recomendación) que emana del Departamento de Estado que se erige en Washington y que ya fue aplicada, con variantes que responden a las peculiaridades locales, pero con idénticos y desastrosos resultados, en otros países de la región, entre los que se destacan México y Colombia.
En reemplazo de la vieja Doctrina de Seguridad Nacional, que estuvo en el origen de todas las dictaduras latinoamericanas, a partir de la década del ochenta y desde el final de la Guerra Fría, el nuevo enfoque de la diplomacia estadounidense para la región dejó de poner como principal amenaza al “enemigo interno” para apuntar contra las “nuevas amenazas” del narcotráfico y el terrorismo internacional. Curiosamente, o no tanto, la utilización de recursos castrenses para combatir este tipo de delitos complejos es ilegal en territorio estadounidense, donde las tareas entre militares y policías están bien delimitadas y a nadie, ni siquiera a Donald Trump, se le ocurriría confundirlas.
En la Argentina, que sufrió la más violenta de las dictaduras militares de Sudamérica, la utilización de las Fuerzas Armadas dentro del territorio nacional para combatir el crimen estuvo tabicada hasta ahora por un consenso democrático que atravesaba prácticamente a todo el espectro político: la arquitectura legal que tambalea por las nuevas directivas emanadas de la Casa Rosada se construyó durante los gobiernos de Raúl Alfonsín (Ley de Defensa), Carlos Menem (Ley de Seguridad Interior), Fernando de la Rúa (Ley de Inteligencia) y Néstor Kirchner (decretos reglamentarios).
Son esos decretos el eslabón más débil de la cadena contra la que apunta la nueva iniciativa presidencial, con la excusa de modernizar las capacidades castrenses. Con la sola firma de Macri se eliminó la disposición que limitaba el accionar militar a la respuesta ante agresiones de fuerzas regulares de otros Estados, dejando a criterio del Poder Ejecutivo la naturaleza de “las agresiones de origen externo contra la soberanía, la integridad territorial o la independencia política” en las que podría utilizarse a las FF.AA.
Resulta preocupante la ambigüedad que sobrevuela a lo largo de todo el proyecto. “Es importante que puedan colaborar con la seguridad interior”, dijo el Presidente al anunciar la nueva doctrina desde Campo de Mayo, donde funcionaba un centro clandestino de detención. El ministro de Defensa, Oscar Aguad, que se encontraba junto a él en ese momento, sostuvo dos días más tarde en una entrevista radial que “no tiene nada que ver el rol de las Fuerzas Armadas con la seguridad interior del país”.
Habrá que creerle a Macri; Aguad no tuvo incumbencia en la redacción de las nuevas directivas, cuyo andamiaje legal fue diseñado por el asesor presidencial Fulvio Pompeo (que funciona de manera informal como jefe de Gabinete en materia de Defensa, Seguridad e Inteligencia), sin consultarlo. Quizás resulta mejor así: el ministro se encuentra todavía demasiado ocupado dando tumbos en torno de la nunca aclarada desaparición del submarino ARA San Juan y la muerte de los 43 marinos y el espía que viajaban a bordo, que mantiene a las familias de los tripulantes en vilo y encadenados a las rejas de Plaza de Mayo.
Las mismas fuerzas militares pauperizadas que signaron la tragedia del San Juan y que cancelaron el tradicional desfile del 9 de Julio en protesta por los bajos salarios son las que el Gobierno quiere poner a combatir al narcotráfico, con su fuente inagotable de recursos. Esa misma combinación de militares pobres y narcos ricos culminó en México con la cooptación de varios generales por parte de los carteles y una “guerra” que se cobró más de doscientas mil vidas en doce años.
Pero no hace falta irse tan lejos para comprender los peligros de una medida en este sentido. En Santa Fe, el exjefe de la policía provincial Hugo Tognoli fue condenado en 2015 y estuvo seis años presos por “brindar protección y cobertura” a una banda de traficantes, aunque fue liberado tras un segundo juicio, plagado de irregularidades. Mientras Tognoli estaba en funciones, el número de asesinatos llegó a niveles centroamericanos: en 2014 se registraron 264 homicidios, solamente en Rosario. Aún hoy se estima que nueve de cada diez muertes violentas en esa ciudad están vinculadas al narco.
Otro asunto de espinosa importancia tiene que ver con la naturaleza de las nuevas funciones militares. Aunque algunos hermeneutas presidenciales aseguran que se trata solamente de una “colaboración logística” con las fuerzas de seguridad, para eso no era necesario un decreto, ya que desde hace varios años que el Ejército colabora en la frontera norte, sin dejar de estar enmarcado en la legislación vigente hasta la semana pasada.
Por otra parte, el Presidente habló de la protección de “objetivos estratégicos”, entre los que se destaca el yacimiento de Vaca Muerta y, eventualmente, algunas centrales nucleares o termoeléctricas. Cabe preguntarse cuál será el rol de las FF.AA. en esos casos y cuál será el protocolo para actuar ante conflictos de índole territorial o sindical. Más preocupante aún es la falta de claridad con respecto a las atribuciones que se les darán en la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo, dos delitos complejos que se combaten principalmente realizando tareas de inteligencia. Sería gravísimo (e ilegal) que se les vuelva a dar a los militares la capacidad de espiar a ciudadanos argentinos.
El Gobierno debe explicar también de dónde saldrá el dinero para modernizar, como se anunció, a las Fuerzas Armadas. Las “nuevas capacidades militares” cuestan mucho dinero. En un contexto de recesión, recorte del déficit y caída del poder adquisitivo, resulta difícil aventurar cuál será el origen de los fondos que se destinarán a esta aventura y es más difícil aún creer que la sociedad, desenamorada del proyecto político de Cambiemos, acompañe esta aventura.
Debe evitarse, también, que este rearme se haga a espaldas del pueblo y de los organismos de contralor. No es una fantasía absurda: los diputados
oficialistas Eduardo Amadeo y Luciano Laspina y el exministro de Defensa Julio Martínez se encuentran imputados por fraude, violación de deberes de funcionario público, abuso de autoridad y perjuicio a la administración pública luego de haber realizado gestiones irregulares ante el Congreso de los Estados Unidos para la compra de equipamiento militar por más de dos mil millones de dólares.
Por esa causa también fueron denunciados Macri, la excanciller Susana Malcorra y el entonces embajador Martín Lousteau. De haberse concretado, habría sido el principal rearme argentino desde 1983. La paradoja es que cuando tuvieron que dar explicaciones, intentaron hacer pasar su gestión como parte de una “donación”.