Este violento miércoles, en el que miles de argentinos debieron soportar principios de asfixia por los gases lacrimógenos que adelantan un futuro de entrega de la soberanía, en el que la represión será el vehículo, que llevará a bordo negociaciones espurias y votaciones de dudosa índole, es el momento propicio para recordar a los héroes de nuestra Patria que supieron representar la dignidad que es necesario no olvidar jamás. El amargo presente no debe impedir la construcción de una Patria mejor.
Una noche aciaga
En la fría noche del nueve de junio de 1956, mientras Eduardo Lausse y Humberto Loayza se fajaban duramente en el ring del Luna Park, un grupo de hombres misteriosos se reunían en la casa de la calle Hipólito Yrigoyen 4519, en la localidad bonaerense de Florida.
La excusa del encuentro era escuchar la transmisión de la pelea, pero en realidad los unía una conspiración. Esa noche, los generales Juan José Valle y Raúl Tanco iban a liderar un levantamiento cívico-militar para reponer en la Presidencia de la Nación al General Juan Domingo Perón, que había sido derrocado nueve meses antes, el 16 de septiembre de 1955.
Los golpistas supuestamente “libertadores” (¿le suena?) intentaron simular una suerte de grandeza en sus objetivos, pero en realidad sólo dejaron impresos en la historia un reguero de muertos, miles de prisioneros y la anulación de las conquistas sociales que hacían de la vida de los trabajadores una bendición y no la maldición que sufren por estos días en la Argentina. En los primeros días de 1956, había alrededor de 30 mil detenidos “por peronistas” en las cárceles argentinas. Antes del Golpe de Estado, el 16 de junio de 1955, la Fuerza Aérea Argentina había bombardeado una Plaza de Mayo vacía de combatientes, asesinando a más de 300 argentinos.
En ese contexto, los conjurados de Florida esperaban la señal -que se difundiría en la transmisión radial- para unirse a la asonada.
Pero los servicios de inteligencia ya conocían sus planes y la tragedia se abatía sobre la suerte de todos ellos. A las 23:30, un militar golpeó la puerta, pero gritó como advertencia: ¡¡Policía!!
Era el teniente coronel Desiderio Fernández Suárez, jefe de la policía bonaerense. Se llevaron presos a Carlos Lizaso, Nicolás Carranza, Francisco Garibotti, Vicente Rodríguez, Mario Brión, Horacio Di Chiano, Norberto Gavino, Rogelio Díaz y Juan Carlos Livraga. El inquilino de la casa, Juan Torres, aprovechó la confusión inicial y huyó por una puerta trasera. Los policías se llevaron detenido también a Miguel Ángel Giunta, que vivía en la casa de al lado.
Los detenidos fueron conducidos a la Unidad Regional San Martín, adonde llegaron al poco rato dos nuevos militantes apresados: Julio Troxler y Reinaldo Benavídez, que habían ido a la casa de la calle Yrigoyen después del primer procedimiento.
Entretanto, una hora después del allanamiento, cuando se hacían las 0:30 de la madrugada, la dictadura publicó el Decreto N° 10.362/56, por el que decretó la Ley Marcial, que autorizaba la aplicación de la pena de fusilamiento a quienes se sublevaran contra los “libertadores”.
Simultáneamente, Fernández Suárez, que había regresado a La Plata, llamó por la radio policial al comisario inspector Rodolfo Rodríguez Moreno, jefe de la Regional San Martín y le ordenó que “llevara a los detenidos a un descampado y los fusilara”.
Obediente y cobardemente, Fernández Moreno se llevó a los doce conjurados a un infame basural a cielo abierto situado en José León Suárez y los hizo bajar con las manos en alto. El jefe policial les habló con un pérfido tono tranquilizador, ante la inquietud de sus prisioneros. ¡No les va a pasar nada!, contestó.
Los bajó en grupos pequeños. Doce eran demasiados para ametrallarlos de una sola vez, le parecía. Los conjurados de la calle Yrigoyen se dieron cuenta enseguida de que los iban a matar. Primero fueron empujados a la muerte Lizaso, Carranza, Garibotti, Rodríguez y Brión, que cayeron bajo una cerrada descarga, para no levantarse más.
Otros cinco de los detenidos decidieron pelear por sus vidas y echaron a correr, algunos por el basural y otros, bajando del camión policial y perdiéndose en la noche. Así, en medio de la confusión lograron huir Gavino, Troxler, Díaz, Benavídez y Giunta. Livraga y Di Chiano se hicieron los muertos, aunque les dispararon a ambos. Al primero le dieron dos balazos, uno de los cuales le rompió la mandíbula. A Di Chiano le erraron el tiro de gracia y se quedó tirado allí en la noche, temblando de frío y de miedo, ileso y consciente.
La Revolución ¿“Libertaria”?
Los trabajadores asesinados en el basural son la metáfora del poder en la Argentina. El golpe de estado que perpetraron los dueños del dinero y los militares argentinos y extranjeros no tuvo otro fin que el de cambiar de manos los ingresos de los argentinos. Los salarios cayeron, sólo en el primer año posterior al golpe, en un siete por ciento.
No sólo eso, sino que el dictador argentino Pedro Eugenio Aramburu, que había usurpado el poder el año anterior, firmó en 1956 los acuerdos de Bretton Woods, lo que significó que nuestro país ingresara al patrón dólar y aceptara las directivas del Fondo Monetario Internacional.
Arturo Jauretche, el intelectual que elaboró un completo trabajo de investigación sobre el llamado Plan Prebisch, que impulsó la dictadura libertaria, afirmaba en aquellos días que la entrega daría como resultado que “como nuestra balanza de pagos será deficitaria, en razón de la caída de nuestros precios y de la carga de las remesas al exterior, no habrá entonces más remedio que contraer nuevas deudas e hipotecar definitivamente nuestro porvenir. Llegará entonces el momento de afrontar las dificultades mediante la enajenación de nuestros propios bienes, como los ferrocarriles, la flota o las usinas”.
Esta profecía se cumplió, trágicamente, casi al pie de la letra. Los ferrocarriles fueron convertidos en chatarra vieja, las usinas están privatizadas casi en su totalidad y la flota mercante del estado fue borrada de un plumazo por el gobierno que encabezó Carlos Saúl Menem, que adoptó el neoliberalismo como doctrina de gestión, a pesar de autodenominarse peronista. Ni siquiera los teléfonos y las empresas eléctricas funcionan ya dentro de la órbita estatal. El gas y el petróleo, que son bienes estratégicos, son sociedades mixtas, con participación privada.
De esta manera, tal como anticipó Jauretche hace casi 69 años, “poco a poco se irá reconstruyendo el estatuto del coloniaje, reduciendo a nuestro pueblo a la miseria, frustrando los grandes ideales nacionales y humillándonos en las condiciones de país satélite”.
La represión, los crímenes de lesa humanidad o las balas disparadas por agentes del estado por dentro o por fuera de la ley, siempre obedecen a las exigencias de la distribución de la riqueza. No hay represión sin saqueo del otro. No hay crueldad gratuita. Toda violencia contra el Pueblo supone un sicario.
Por contrapartida, el cementerio es la memoria. Allí jamás murieron quienes fueron asesinados de manera canallesca.
“Hay un fusilado que vive”
Todo hubiera quedado en la nada si el ajedrecista Rodolfo Walsh no hubiera recibido una noche una confesión. Le dijeron: “hay un fusilado que vive”. Aun incrédulo, Walsh se fue a dormir, pero una voz interior le dijo que allí había una noticia.
Se fue a hablar con Juan Carlos Livraga, que aun estaba convaleciente de un balazo en la quijada, y le creyó desde el primero momento. “Me sentí insultado”, escribiría después. La odisea de ese hombre con la cara deformada y una mirada en la que la muerte estaba “empozada”, según su biógrafo, no lo abandonaría nunca.
Tuvo que andar clandestino, llevar un arma en la cintura y un documento falso. Se exilió en el Tigre, en La Plata y en la gran ciudad para moverse con cierta seguridad, prácticamente imposible, de todos modos.
Casi exactamente 20 años después, el 25 de marzo de 1977, el propio autor de “Operación Masacre”, como tituló su libro en el que denunció el operativo ilegal del ejército y la policía, fue atrapado en una cita en la esquina de Entre Ríos y San Juan. Dicen que se resistió -más para morir bien que para no morir- con una ridícula pistola calibre 22 y que se lo llevaron casi muerto a las mazmorras de la Escuela de Mecánica de la Armada.
Allí se perdió su rastro, que nunca pudo ser recuperado. Hubiera hecho falta otro Walsh para reencontrarlo.