La bajeza moral es uno de los castigos que más habitualmente descargan los dirigentes políticos sobre las espaldas del sufrido Pueblo Argentino en el comienzo de este Siglo 21, que viene siendo “problemático y febril” como la centuria que lo precedió. Las falsas acusaciones, la manipulación de la verdad, la utilización de argumentos absolutamente incomprobables y apócrifos, conforman algunos de los ritos que emplean los “operadores” de ciertos grupos económicos, que agravian con falacias a quienes cuestionan la manera en que se reparten las ingentes riquezas argentinas.
Homero, en su poema épico “La Odisea”, llamaba a Ulises (u Odiseo, su nombre romano) el “fecundo en ardides”. Éste fue quien ideó la estratagema del Caballo de Troya, quien mató al cíclope Polifemo (el gigante del ojo individual) y quien se deshizo mediante ingeniosos embustes de los tóxicos amores de la bella Calipso, de la ninfa Ea y de la pérfida Calíope, estrategias que hicieron las delicias de generaciones enteras de ciudadanos del mundo.
En la lejana Argentina, 3.200 años después de la Guerra de Troya, existen decenas de imitadores de los ardides de Ulises, lo que permite comprobar que en algunos tópicos la naturaleza humana se ha mantenido inalterada en su esencia a lo largo de la historia de la humanidad. Parecidos, pero más pérfidos.
Existen variados planos en las batallas por la verdad. La más importante es la batalla del lenguaje. Así, hay palabras que ya han perdido su significado y hoy sirven para cualquier cosa menos para designar las materias concretas para las que fueron creadas. ¿Qué es la república (res: cosa; pública: del Pueblo), por comenzar con una de las más utilizadas estafas semánticas? ¿Es un sistema de gobierno en el que quienes la gobiernan son elegidos por los ciudadanos mediante elecciones libres y transparentes y se divide en tres poderes independientes entre sí, pero unidos en el objetivo común de preservar la república? ¿O es un término que oculta que detrás del concepto original, el poder es ejercido en Argentina por una oligarquía entreguista, asociada con mafias que trafican con dinero y con algunas otras sustancias ilegales?
Este poder, constituido de manera ilegítima, prescinde de los procedimientos de la democracia. De esta manera, los políticos son los que pagan el precio por las maniobras ilegales e ilegítimas de los dueños de todas las cosas. Por esta razón, la impopularidad y el descrédito impactan de lleno en Alberto Fernández, en Mauricio Macri, en Cristina Fernández de Kirchner y aún en Javier Milei, si sigue por este camino, pero nunca en Paolo Rocca, ni en Héctor Magnetto, ni en José Carrefour, ni en los secuaces de Nicolás Pino, ni en Cacho Jumbo, ni en Federico Braun, ni en Julio Supervielle, ni en Marcos Galperín, ni en Alejandro Bulgheroni, ni en los Eduardos, Eurnekián y Constantini.
Éstos son los que primero cosechan y luego fugan los pesos convertidos en dólares y desfinancian permanentemente a la Argentina mediante trucos muy conocidos, como el empleo de empresas “offshore” y depósitos en el exterior de sus exportaciones, delitos por los cuales nunca son condenados sino a penas leves, casi despreciables. Esa complacencia de la política con los fugadores y estafadores del país pone en jaque invariablemente a la república, porque el primer principio de la democracia comienza por democratizar el reparto del dinero. Si no ocurre así, lo que existe es un sistema oligárquico, que propicia el saqueo de la Patria.
El ultraje y el desdén
Pero todo saqueo exige un lenguaje, una dialéctica. El significante de las palabras muestra el contenido de la política.
La dialéctica es “el arte de dialogar” y también la “capacidad de afrontar una oposición”, entre otras acepciones de la palabra. Un político puede confrontar con otros, ése no es un problema importante, pero el cómo le da sentido a su gobierno.
Si el actual presidente argentino, al ser consultado acerca de algunos que lo cuestionan, los trata de “viejos meados”, es indudable que está buceando en las cloacas. Más aún, si tilda a la moneda argentina de “excremento” y, peor todavía, si repite el adjetivo (excremento es, primitivamente, un sustantivo) para denominar a posibles aliados cuando se da el caso de que los legisladores no le votan una ley y él los llama “inútiles radicales”, “putitas del peronismo” y “excrementos humanos socialistas”.
Extendiéndose en un arte que domina mejor que el de gobernar, Milei llamó al Santo Padre “el imbécil que está en Roma”, “un representante del Maligno”, un “jesuita que promueve el comunismo” y un “personaje impresentable y nefasto”. Claro que después, al detectar alguno de sus asesores que iba por el mal camino, tuvo que arrojar el paño (la toalla) e ir a Roma a pedirle perdón e invitarlo posteriormente a la Argentina, en un inexplicable gesto de hipocresía, cargado de una evidente deshonestidad.
Peor aún, acusó a su antigua enemiga, que hoy es su ministra más arriesgada, de haber sido una “terrorista” y de haber sido una “montonera que ponía bombas en los jardines de infantes”. Así, se lo vio arrojar la toalla de nuevo, calculando que iba a necesitar sus escasos votos el 19 de noviembre de 2023. Indudablemente, como Juan Domingo Perdón, el personaje de Diego Capusotto, Milei aprendió que a la la destreza en la afrenta debe ser complementada con el arte de la disculpa, como suelen hacer los que caminan por las arenas movedizas de la blasfemia.
Pero Javier Gerardo Milei no se corta a la hora de vituperar a sus rivales -no necesariamente enemigos-, que contradicen sus extremadamente lúcidas reflexiones. Llamó a las mujeres que promueven la Interrupción Voluntaria del Embarazo como “asesinas de bebés”; a sus detractores de izquierda como “zurdos de mierda”, aunque en esta categoría incluyó, estrambóticamente, a Horacio Rodríguez Larreta. También -perdón, la lista es extensa- amenazó con pisar a algún opositor “como una cucaracha”.
Finalmente, muy al estilo Joseph Göebbels, llevó su mano a la cartuchera para homenajear a la gente de la cultura.
Cuando la cantante Lali Espósito deslizó una moderada crítica contra su actuación al frente del Gobierno, contraatacó llamándola “Lali Depósito” y la acusó de que “robarle el plato de comida a la gente para hacer propaganda política es una doble estafa”, argumentando que si le pagan su cachet con descuentos en el Impuesto al Valor Agregado (IVA) “le quitás la comida a los desnutridos del Chaco”. Claro que su capacidad argumentativa a veces le pasa la factura a Javier Gerardo Milei, porque el IVA es un impuesto nacional, por lo que las provincias como Chaco no pueden manipularlo, ni hacer recargos ni descuentos.
Finalmente, llegamos a la política. Cuando en el Congreso no fue aprobada la Ley Ómnibus, el presidente, preso de una furia más aparente que real, trató a los legisladores como “delincuentes”, “estafadores”, “corruptos” y “coimeros”, delicadezas en las que incluyó también a los gobernadores. Generosamente, vituperó a dos sectores por el precio de uno. Paralelamente, calificó como “sidegarcas” y “ladrones” a los sindicalistas que le hicieron un paro el 24 de enero, a la vez que trató a los periodistas que lo cuestionaron como “ensobrados”, “operadores y mentirosos”.
Hay tantos episodios más que este cronista teme ser demasiado exiguo para explicar el punto. Por ahora, este resumen termina aquí, pero habrá más. Seguramente habrá más y en algún momento habrá que volver a reseñar el festival de los improperios del presidente contra todo lo que guarde sabor a cualquier cosa que contradiga de alguna manera a sus ideas libertarias, que muchas veces se vuelven libertinas.
Como colofón, ¿no pareciera que a veces Javier Gerardo Milei sobreactúa su temperamento para que sus denuestos oculten la estremecedora situación económica en que está sumiendo a la Argentina su aciago proyecto político?
Volveremos sobre el punto. Seguramente.