E xiste una grave crisis en la salud pública de casi todos los países del mundo, que esta pandemia de Coronavirus, amanecida con el año 2020, desnudó como nunca antes.
Hay diferentes factores que provocaron esta situación, pero no son incidentes menores en este escenario el advenimiento del neoliberalismo en los ’80, que desfinanció la salud pública y favoreció a los sistemas privados y a la existencia de una poderosa red de laboratorios farmacéuticos, que poseen un fuerte poder de presionar gobiernos, que les permitió encarecer los remedios hasta el punto de volverlos prohibitivos para miles de los enfermos a los que se supone que deberían curar.
Esta red global incluye a miles de lobbystas, tantos que se calcula –por citar un caso paradigmático- que por cada legislador estadounidense existen dos operadores políticos de los laboratorios, que buscan influenciar sus voluntades a la hora de votar las leyes que regulan la actividad.
Paralelamente, las empresas farmacéuticas presionan, directamente o a través de las instancias diplomáticas de sus países de origen, a los gobiernos que les ponen freno a sus productos o deciden dedicarse a fabricar genéricos.
Este alto nivel de incidencia en la salud pública de casi todos los países del mundo provocó no sólo la elevación de los costos de los fármacos, sino que, de todos los medicamentos que aprobó la Administración de Alimentos y Medicamentos (Food & Drug Administration o FDA, en inglés) entre 2008 y 2017, sólo un siete por ciento de ellos son realmente novedosos y aportan alguna ventaja por sobre los existentes anteriormente, según publicó en 2018 la prestigiosa revista francesa Prescrire (La Revue Prescrire).
Estos medicamentos nuevos, que sólo presentan leves variaciones de otros más antiguos, son conocidos como medicamentos “Me Too” (yo también). Estas modificaciones no entrañan una real mejora terapéutica, pero permiten a la industria imponer a los mismos fármacos mayores precios, a la vez que alargan el período que cubren las patentes, que es de 20 años.
La otra vertiente son los medicamentos Blockbuster (éxito de taquilla, en inglés). Éstos son remedios destinados a tratar a grandes cantidades de pacientes (los destinados al cáncer, los antiinflamatorios, tratamientos contra la diabetes y el HIV). A la comercialización de éstos se les destinan enormes sumas de dinero –más, muchas veces, que las que se utilizan en su investigación científica- en concepto de marketing, publicidad y muestras gratis.
Paralelamente, existen cientos de medicamentos que son dejados de lado por la industria a causa de su baja rentabilidad, por lo que existen enfermedades que carecen de tratamientos adecuados. Esta circunstancia deja al desnudo el concepto mercantil sobre la salud que rige en una de las industrias más rentables del mundo, que en muchos casos promueve las enfermedades antes que las cura.
Como la mayoría de estas empresas son norteamericanas, vale informar que en 1992 el Congreso de los Estados Unidos aprobó una ley que permitía a los laboratorios pagarle a la FDA un impuesto llamado “user fees” (tasas por usuarios) que permitió acelerar los procesos de validación de los medicamentos. Antes, el proceso de aprobación de un medicamento podía durar años, pero ahora se redujo a un máximo de seis meses. Anualmente, la FDA cobra por la user fees unos 700 millones de dólares, que equivale al 63 por ciento de su presupuesto. Los medicamentos Me Too y Blockbuster suelen verse muy beneficiados por este método abreviado.
Existe otra variante, denominada “Evergreening” (reverdecimiento de la patente), que se refiere a patentes secundarias o satélites, que no significan un nuevo producto químico, sino una nueva presentación de un medicamento ya existente en gotas o tabletas, o en una nueva dosificación.
La necesidad de una política de PPVM
Algunos filósofos sostienen que el mundo vive por estos días una triple crisis: financiera, climática y sanitaria, frente a las cuales los estado nacionales reaccionaron erigiendo nuevas barreras, de las que algunas se mantendrán en el tiempo, mientras que otras serán sólo coyunturales.
Una de estas barreras al lucro desmedido de las Big Pharma es la política de Producción Pública de Vacunas y Medicamentos (PPVM), que les permitiría a los Estados regular su sistema de salud pública frente a los omnipotentes laboratorios farmacéuticos, que hacen y deshacen a su antojo los precios, el desarrollo y la comercialización de los fármacos imprescindibles para combatir las antiguas y novedosas dolencias que aquejan a la Humanidad.
El principal demandante de medicamentos en la Argentina es el Estado, que compra el 55 por ciento de éstos, destinando para ello el 25 por ciento de su presupuesto de salud. De estos medicamentos, el 95 por ciento son producidos por empresas privadas, según un estudio desarrollado por el Observatorio de Coyuntura Internacional y Política Exterior (OCIPEX).
De acuerdo con este trabajo, el Estado nacional gasta el 3,2 por ciento del Producto Bruto Interno en estas adquisiciones, pero a la vez destina sólo el 0,65 por ciento de éste al desarrollo científico-tecnológico.
Frente a esta situación, el Gobierno que asumió en diciembre de 2019 comenzó nuevamente a poner en práctica la política que se desarrolló entre 2003 y 2015, al resucitar a la desahuciada Agencia Nacional de Laboratorios Públicos del Ministerio de Salud (ANLAP), que había sido casi desmantelada por el Gobierno anterior.
Este soporte hizo posible, tras el ataque de la pandemia, que se produjeran tests moleculares y serológicos para la detección del virus y el desarrollo de un tratamiento con plasma de pacientes recuperados para los enfermos, fabricados por pymes tecnológicas que habían crecido entre 2003 y 2015 por medio de incentivos públicos, utilizando recursos humanos altamente calificados, que en el pasado se formaban en el país y luego eran contratados por empresas europeas y norteamericanas.
El Gobierno que encabezó Mauricio Macri continuó las políticas desregulatorias en materia de salud que impulsaron en los ’90 Carlos Menem y Fernando de la Rúa, que desarmaron las políticas productivas e industriales, de la mano de la extranjerización de la economía argentina.
Según un trabajo elaborado por Lautaro Zubeldía y Diego Hurtado en 2018, en el sector farmacéutico, estos gobiernos impulsaron una “política desreguladora que equiparó a los medicamentos con mercancías y se basó en la liberación de precios, la reducción de barreras de ingreso y control de calidad, y la armonización del marco jurídico y regulatorio local con las normas impuestas por los organismos de gobernanza global a las periferias”.
Cuando asumió el Gobierno Néstor Kirchner, lo primero que pudo notarse fue el cambio del paradigma mercantil que regía anteriormente, que desde entonces pasó a centrarse en la defensa de la salud pública y de la definición del medicamento como bien social.
En esos años se creó el Grupo Estratégico para la Producción Pública de Medicamentos y Vacunas y se destinaron tres millones de dólares para la producción nacional de vacunas.
En jurisdicción del Mercosur, los ministros de Salud de Argentina y Brasil firmaron un protocolo para la cooperación público privada en el área de los medicamentos, destinado a financiar iniciativas de investigación y desarrollo. Buscaban producir retrovirales y reactivos para HIV y desarrollar vacunas, sueros terapéuticos, biofármacos y reactivos de diagnóstico para el Mal de Chagas y Leishmaniasis y explotar el sector de medicamentos huérfanos, llamados así porque a causa de su baja rentabilidad las Big Pharma no los fabrican.
Después, en 2007, Kirchner lanzó la Red de Laboratorios Públicos de Medicamentos para Producción, Investigación, Desarrollo y Servicios (RELAP), que formaron 21 laboratorios y contaron con apoyo económico para desarrollar una producción propia.
La presidenta Cristina Fernández de Kirchner continuó con la misma concepción, pero marcó un salto cualitativo. Comenzó un proceso de inversión sostenida en equipamiento e infraestructura en las áreas de investigación y desarrollo y se lanzó el Programa Nacional para la Producción Pública de Medicamentos, Vacunas y Productos Médicos en 2008. Hasta 2015, estos laboratorios públicos se convirtieron en proveedores del Estado.
Buscando profundizar el rol del Estado en la tarea de producir medicamentos como bien social y regular su precio, totalmente alterado por los intereses de la farmacopea privada, en 2008 se presentó el Plan Estratégico Industrial 2020, que planteaba triplicar la producción de medicamentos y crear 40 mil puestos de trabajo para la década que pasó. El Plan funcionó por siete años, hasta que fue discontinuado y se arribó a este 2020 sin los resultados esperados, a causa de los desórdenes que provocan las políticas neoliberales.
En 2011 fue sancionada la Ley 26.688, por la que se declaró de interés nacional la investigación y producción pública de medicamentos, vacunas y productos médicos.
En 2014 se creó la Agencia Nacional de Laboratorios Públicos (ANLAP), mediante la Ley 27.113, que debía diseñar las políticas públicas de investigación y producción y propiciar los convenios necesarios entre los laboratorios y la academia, capaces de realizar los controles de calidad.
Finalmente, el sueño terminó en 2015. Entre las primeras medidas del gobierno de Cambiemos figuró la anulación del Plan Remediar y el desfinanciamiento de la ANLAP. Esta desregulación tuvo como primera consecuencia un alza del 50 por ciento en los medicamentos, sólo en 2016. En los años inmediatos, los aumentos alcanzaron el 124 por ciento, en una frenética carrera por recuperar las utilidades que la regulación del mercado realizada por el Gobierno peronista les impidió acumular.
Desde entonces, el Gobierno contrajo el mercado de medicamentos estatales y expandió la importación de fármacos, que se constituyeron en el 77 por ciento de las importaciones totales de 2017. Lo peor es que existieron, paralelamente, enormes faltantes de vacunas, debido a los recortes en el presupuesto de Salud.
Estas políticas de salud guardan una absoluta coherencia con un suceso que protagonizó Mauricio Macri el tres de enero de 2008, cuando vetó por decreto una ley de la Legislatura porteña que autorizaba la creación del Laboratorio Estatal de Producción de Medicamentos de la ciudad.
Entre los fundamentos que contenía el decreto, sostenían sin sonrojarse las autoridades que “el Poder Ejecutivo comparte el espíritu que motiva un emprendimiento de dicha naturaleza, apreciando los beneficios que reportaría la existencia de un laboratorio de las características descriptas en el mentado proyecto de ley”. Luego, la excusa se volvía burda, cuando expresaba que el proyecto “contempla un muy amplio espectro de drogas, lo que exigiría contar con una estructura significativa y con recursos técnicos y humanos capacitados para producir tan vasta gama de productos medicinales”.
Lo que no informaban las autoridades es que por entonces existía el Taller Protegido Número 4, en el que 15 personas trabajaban para producir unos 500 mil comprimidos por mes, que incluían psicofármacos, medicamentos para la tuberculosis y otros de los llamados “huérfanos”, como la droga contra el Mal de Chagas. Todos ellos eran distribuidos en el sistema hospitalario de la ciudad.
La PPMV, hoy
La regulación del mercado de los medicamentos es una tarea ineludible, que encaró ya el nuevo gobierno, consciente de que cuando el Estado no planifica sus políticas, lo hacen los privados y en este caso, la crisis en la salud pública es inevitable.
La revitalización de la ANLAP es, en este contexto, fundamental.
Aclaración final
Muchos de los datos contenidos en esta nota fueron tomados del excelente trabajo del Observatorio de Coyuntura Internacional y Política Exterior titulado Covid-19 e Industria Farmacéutica Global, cuyos autores fueron Diego Hurtado, Lautaro Zubeldía, Agustina Sánchez Beck, Federico Sciorra Mei, Manuel Valenti Randi, Nicolás Bursi, Telma Maserati y Carolina Casagni Welsch.