La Argentina es un país de convulsiones permanentes que no le han permitido, a pesar de su rica geografía y grandes dirigentes, poder consolidar un nivel de desarrollo y crecimiento acorde con sus posibilidades. Fueron innumerables las coyunturas favorables que tuvo para generar un sistema político democrático que encauzara un despegue sustentable en el tiempo, con una estrategia visionaria que trascendiera a los gobiernos de turno.
La intolerancia –entre otros defectos– de quienes fueron partícipes de nuestra historia moderna, por tomar el último siglo calendario casi en forma arbitraria, fue una de las causales de división que dio por tierra con uno de los pilares del desarrollo de una Nación: su cuerpo social unido y en paz.
Es bastante penoso que habiéndose detectado el mal casi desde el inicio de los desencuentros entre los argentinos, ningún antídoto pueda lograr que no retorne cíclicamente a aportar nuevas diferencias irreconciliables en nuestro país.
Ni hablemos de cuando la resolución de las diferencias políticas daba lugar a los golpes de Estado, cada vez más sangrientos a medida que avanzaba la contradicción y la organización tanto social como la castrense rumbo al enfrentamiento. Tomando el terrorismo de Estado como el punto más alto y repugnante del desencuentro nacional, nos asombra cómo en los últimos tiempos ha recrudecido la intolerancia hacia el pensamiento diferente, y eso, de nuevo, no tiene signo político sino profundas raíces culturales que rebrotan, casi siempre, a falta de ideas superadoras. Siempre fue y será más fácil destruir que construir, como también desacreditar con el insulto antes que con la razón.
En el marco de una falta de ideas importante en el debate nacional, donde llueven los anuncios pero gotean las realidades, los artistas, devenidos en políticos o no, se despachan desde su derecho pero también aportando a la irresponsabilidad. Con críticas soeces, como las de Miguel del Sel a la Primera Investidura nacional; con escraches berretas (no solo los ocurridos últimamente) a unos y a otros; con descalificaciones ya no a un jefe porteño sino a la sociedad toda (Fito Páez); con medios que repiten y comentan acerca de si Del Sel, Páez o ahora León Gieco tienen o no razón. ¿Aportan a la unión o contribuyen a la grieta? Ese es el tema.
Esto sin contar los clichés de la demonización de las personas y las épocas, otra de las características que abundan en los análisis de “altísimo nivel”, donde en ninguna década hubo una sola cosa buena para quien critica desde la vereda opuesta. Puede haber algún ridículo –de los más distintos pelajes y pelambres– que no reconozca aciertos, por ejemplo, en los 40 de Perón, los 70 del peronismo volcado a la izquierda, los 90 de Menem o los 2000 de los Kirchner. Fueron –y son– gobiernos de impronta muy fuertes, con los que se puede estar de acuerdo acerca del rumbo que tomó la Nación, en la integración nacional y mundial que tuvo cada uno de ellos, en los números de inversiones externas y de desempleo, en la libertad de prensa interna, la inflación, la contracción de deuda y posterior renegociación, el desenganche del Fondo y todos ítems que le dan alternativamente la razón a unos y a otros y, depende de cómo piense cada uno, a algunos mucho más que a otros.
Sería bueno decirle al señor Miguel del Sel, ahora que divide su tiempo entre lo actoral y el compromiso político, que no se podrá respaldar en el “me salió el actor”, ya que su popularidad no lo hace impune. Él forma parte de un espacio político, el Pro, y le endosó a este partido el ítem de irrespetuoso, intolerante y agraviante del que venía zafando con los consejos de Durán Barba desde su inicio.
Fito Páez y León Gieco se equivocaron no en lo que piensan (están en todo su derecho) sino en lo que dijeron públicamente. Sería bueno seguir escuchándolos cantar los hits que compusieron por decenas, algo que hacen mucho mejor que disparar una andanada mediática de descalificaciones mientras no se les cae una idea para ayudar a salir de la pobreza a miles de argentinos.
Que la intolerancia vuelva desde el arte parecía un imposible. Pero no. Es solo el vértice de la pirámide: abajo la sociedad está igual, crispada mal, no se banca más nada de nadie. Basta ver los comentarios descalificativos y las agresiones que, desde el anonimato, muchísimos lectores suelen publicar bajo las notas de los medios. O en las redes sociales. Solo que estas personas no son famosas ni tienen cobertura. Son argentinos que, seguramente, quieren paz, trabajo y seguridad. Pero sería mejor que las diferencias se blanquearan de otra manera, teniendo en cuenta la mirada del otro. Tener un acuerdo de base sobre el cual construir la unión nacional. Y respetar las diferencias, las menores y las mayores. Actuar así es más fácil y creíble. Es más, es lo que todos esperan de nosotros.