Finalmente terminó la elección que mantuvo en vilo a buena parte del planeta. Es sabido que, a partir del dólar, del poderío militar y de la potencia de su industria, todo lo que suceda en Estados Unidos influye de una manera u otra en los países que, para bien o para mal, se ven afectados por sus acciones o decisiones.
Yendo al plano interno norteamericano, a Kamala Harris y a los demócratas todo lo que les podía salir mal, efectivamente les salió mal. Fue una campaña emparchada, con una desprolija salida del presidente Joe Biden. Igualmente, más allá de la voluntariosa y prolija Kamala Harris, todos los prejuicios que arrastraba el Ejecutivo del que formó parte como vice, terminaron condenándola sin miramientos. Una visión obtusa de los verdaderos reclamos populares entre quienes diseñaron la campaña, tanto en el primer tramo con Biden, como en su período como candidata, no le permitió, a pesar de su frescura, remontar una cuesta imposible. La opción del cambio era mayoritaria antes y después de su irrupción como candidata y sólo una presión social asfixiante del establishment americano permitió generar una sensación de paridad que en realidad no existía. Nada de lo que sucedió en esta verdadera paliza electoral tiene explicación en decisiones de último momento. Fue ocultado desde la gente y desde el poder. El malestar con la economía doméstica y los problemas de inmigración ilegal y crecimiento de la inseguridad fueron, en ese orden, claves a la hora del triunfo de Trump.
Casi nadie detectó con precisión en el oficialismo el cambio del voto latino en todo el territorio, que constituye casi un 18% del total del electorado y además Harris, como emblema de la mujer y sus derechos, apenas logró el 54% en el voto femenino nacional (juntando mujeres blancas como afroamericanas y latinas), cuando presagiaban una diferencia mucho mayor en ese estrato. El muro azul de Pensylvania, Michigan y Wisconsin fue derribado, como en los otros cuatro estados pendulantes, todos ellos claves para la demolición de un estilo de gobernar que privilegió a los insiders de la política, a Black Rock y todo el sistema financiero y al complejo militar industrial como principales beneficiarios del modelo, en detrimento del grueso de la población, que veía cómo se alejaba cada día del sueño americano cuando iba al supermercado o a cargar combustible. La vivienda propia se posicionó lejos de ellos y el futuro de sus hijos entraba en zona de riesgo. Así nació la idea masiva de cambio.
El propio senador demócrata de izquierda Bernie Sanders reconoció que “los trabajadores ya no se inclinaban por el partido demócrata”. Todo dicho.
Y ante la crítica intencionada de los supuestos progres, que inundaron hasta el hartazgo los medios de todo occidente denostando a Trump y alabando, la agenda woke, la “defensa de los derechos” y la cultura democrática de Harris, habría que recordarles que lo más importante es poder elegir los gobernantes con libertad y luego respetar la voluntad popular, que habitualmente -no siempre- es más sabia que los “productos de urgencia” fabricados desde y para el poder. Quizás les haya servido de aprendizaje.
Joe Biden no sintió seguramente tanta pena como todo el establishment demócrata, como los Obama, los Clinton, etc. El Presidente sabe que ellos lo “traicionaron” en su reelección (que claramente no hubiera obtenido), pero se queda con la cucarda de haber sido el único demócrata en la historia de Estados Unidos en poder vencer al líder de MAGA en un mano a mano.
Como incógnita y se verá a partir del desarrollo de su gobierno, si el trumpismo (MAGA) no se convertirá en una nueva fuerza, más potente que el partido republicano, algo que quedó de manifiesto en esta elección. Con apoyo republicano, es cierto, pero ésta la ganó él.
La mayoría del resto del mundo occidental en su miopía y escasa capacidad para llevar adelante sus propios proyectos para proteger sus intereses, tomaron el discurso de la administración saliente de USA como el propio, y fueron perdiendo terreno y dinero repitiendo como loros las bondades que proponían las elites de sus países y atacando desde todos los ángulos a los que opinaran lo contrario.
Por poner un par de ejemplos, en los grandes países de Europa como Alemania y Francia, los ciudadanos castigaron electoralmente durante este período a Olaf Scholz y a Emanuel Macron, hasta dejarlos en una posición de fragilidad política absoluta. Mientras tanto, los mandatarios de Hungría y Eslovaquia, Viktor Orban y Robert Fico, se fortalecían políticamente sin hacer seguidismo del pensamiento dominante de la Unión Europea radicada en Bruselas. Incluso Georgia Meloni, eligiendo un camino no tan confrontativo logró crecer en Italia, diferenciándose en los comicios del parlamento europeo de la cúpula de la UE.
Precisamente Europa está ante un dilema clave a definir. Económicamente, más precisamente desde que comenzó la fase más caliente del conflicto entre la OTAN y Rusia en tierra ucraniana en 2022, a partir de las sanciones a Moscú, la UE sufrió una suba al triple de dinero en la compra de energía (barcos americanos con GNL), que terminó generándole inflación y recesión. Se suma a ello la continua ayuda financiera a Kiev, sumadas al gasto del armamento suministrado, lo que complica aún más la delicada situación de sus reservas.
Pero esto no acaba acá, ya que el apoyo de Trump a la OTAN siempre ha sido un eje de conflicto, desde el plano político, pero sobre todo por el escaso aporte de determinados (varios) países europeos a la Alianza transatlántica, en la pretensión de que Washington no desea (y no lo hará) pagarle la seguridad a la UE. A eso se le suman los aranceles que aplicará Trump a todo el mundo (y también a ellos) en su modo “proteccionista”, que podría afectar muchísimo a los motores industriales de Europa y, con ello, al conjunto.
En el caso ucraniano, está bastante claro que el peso del sostenimiento de Kiev recaerá desde el próximo enero sobre Europa provocándole otras erogaciones más importantes que las actuales. Un panorama complicado, además de las derrotas bélicas y políticas, si Trump motoriza un acuerdo de paz, de corte inaceptable para Zelenski pero seguramente será aceptado por el resto de la UE, que se comerá el “sapo” y verá como seguir con este nueva etapa, un desafío para no volverse a equivocar como hasta ahora. El problema central es la poca capacidad de acción y de ideas de los principales líderes europeos y el escaso apoyo que tienen en sus países.
El otro gigante complicado es China, principal competidor de Estados Unidos en producción y en el comercio mundial. Y esa competencia no sólo no es amistosa, sino que vendrá acompañada de elevados aranceles por parte de Trump a los productos de ese origen. Se habla de un 60%, algo que pondría al mundo en una tensión económica garantizada. Trump y Xi Jinping tienen una relación personal aceptable y tendrán que “remar en dulce de leche” para encontrar una salida al conflicto económico que de algún modo beneficie a las dos partes. Difícil.
Para terminar, más allá de que los analistas del mundo entero hablan de la muy buena relación que mantienen Trump y Vladimir Putin, Rusia es uno de los pocos países del mundo que recién se ha referido al magnate por su gran elección de manera indirecta en las charlas de Valdai. La Cancillería rusa explicó que Estados Unidos tiene una “actitud inamistosa” hacia ellos y habrá que ver si algo cambia para entablar nuevamente relaciones medianamente constructivas. Difícil también.
Lo del martes fue una revolución silenciosa y pacífica en los Estados Unidos. Trump ya aprendió del primer mandato y jugará a fondo su pensamiento. No se conocen las medidas concretas hasta ahora, pero las filtraciones hablan de movidas fuertes para cambiar definitivamente la agenda y la realidad local. Occidente y los BRICS + esperan para recalcular sus movimientos.