El 14 de mayo pasado, el Consejo Federal del Partido Justicialista resolvió que el 17 de noviembre se elegirán las nuevas autoridades partidarias, por lo que el partido abandonaría la acefalía de nombres, aunque no es seguro que en la ocasión surgirá un líder que conducirá el tránsito hacia la salida del galimatías en que se encuentra. La incógnita es: ¿quién será la Ariadna que le entregue el ovillo de hilo al héroe (Teseo), para que mate a Asterión (el toro malvado) y luego encuentre la salida del laberinto?
El encuentro duró tres horas, en el transcurso de las cuales hubo pocos acuerdos. Quizás el único haya sido el de fijar la fecha para las elecciones internas, en coincidencia con la que eligió la conducción del PJ bonaerense, que Máximo Kirchner, su presidente, anunció apenas un día antes.
Hoy, la efímera conducción justicialista está conformada por Axel Kicillof, Juan Manzur, Analía Rach Quiroga, Cristina Álvarez Rodríguez y Lucía Corpacci, que son los vicepresidentes del Partido. Esta especie de Mesa Política surgió del Congreso Federal realizado en el gimnasio de Ferro el 22 de marzo, cuando las disidencias amenazaron con ahondar la crisis de arrastre que sufría y aún sufre el peronismo.
Dilemas peronistas
Uno de los dilemas que enfrenta el movimiento político más grande de América del Sud tiene que ver con el anquilosamiento partidario -la última interna en serio fue la que enfrentó a Carlos Saúl Menem con Antonio Cafiero, realizada el nueve de julio de 1988- e ideológico, que fue la culminación de una época en la que los candidatos fueron el producto del “dedo” de diferentes conducciones, que manejaron con mano de hierro la vida partidaria, ahogando la voluntad de los afiliados y entronizando a los puestos de conducción a los referentes más obedientes, más mediocres y menos representativos. Siempre el verticalismo es una maldición.
El segundo dilema es que el peronismo de los últimos 35 años -desde los tiempos de la Renovación- dejó de ser “el hecho maldito del país burgués” que describió John William Cooke. Sin conducción, sin convicciones, sin alma, parece un partido fantasma, que sobrevive recordando glorias pasadas, mientras vive un presente de agobio y mediocridad. La votación de la semana pasada en el Senado, en la que los senadores Edgardo Kueider y Carlos “Camau” Espíndola empeñaron su dignidad a cambio de nada, es una muestra cabal de la crisis que vive el partido que liderara el General Perón.
Cristina, desde afuera hacia adentro
El tercer dilema peronista es que la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, quiere liderar el proceso político desde afuera. El “kirchnerismo” corporizó -como antes lo hizo “el cafierismo” y luego “el menemismo”- la última etapa de un peronismo exitoso, que se mantuvo doce años en el poder y realizó significativos cambios en el impenetrable sistema capitalista argentino.
Cristina quiere armar una “orga” por los márgenes de La Cámpora, que incluya a otros sectores y desde allí ser la cabeza estratégica, tanto para designar al candidato como para conducir el proceso. Su hijo Máximo sería el número dos de la orga -el jefe táctico- y en el tercer lugar operaría el candidato presidencial, que sería Axel Kicillof. El plan podría ser tildado como brillante, sino fuera porque el proyecto político del kirchnerismo se muestra demasiado centrado en el pasado, sin aportar poesía para “las nuevas canciones” del presente. No se puede seguir cantando: “Cristina, Cristina, Cristina corazón, acá tenés los pibes para la liberación”. Suena como una canción desentonada en la era Milei.
El peronismo no le permitirá a la expresidenta ejercer esta conducción exógena, Algunos gobernadores, como el pampeano Carlos Verna, ya la enfrentaron cuando era presidenta y nada ha cambiado tanto como para ocurra en estos días algo diferente. Si hasta el propio Axel Kicillof, por este proyecto se encuentra en conflicto con ella y con Máximo, siendo como es, uno de los más cercanos.
De todos modos, Máximo K y Kicillof están adentro del PJ, aunque ella esté afuera. Ése fue siempre uno de los dilemas que CFK debió enfrentar. Conducir un movimiento político como el peronismo, que excede el concepto de un partido para convertirse en algo mucho más totalizador, exige estar adentro, pisar el mismo terreno resbaladizo que pisan todos y conducir como un(a) “primus inter pares”. Los antiguos “cuerpos orgánicos” que conforman el Movimiento no dejarán trabajar a una conducción externa, por más que en estos momentos se encuentren atrapados en una crisis que podría ser terminal.
De todos modos, a fin de año habrá una elección interna -si todo sale bien- que consagrará a un nuevo presidente partidario. Posiblemente, los contrincantes sean Axel Kicillof y Ricardo Quintela. Esta confrontación le daría al triunfador, cualquiera sea, la legitimidad que será imprescindible poseer si aún persiste el instinto de poder que siempre caracterizó al peronismo.
De lo contrario, el ajuste será el futuro para todos los argentinos, aún a pesar de estar enmarcado en una economía que no puede soslayar el fracaso constante, como los procesos que lideraron Raúl Prebisch (1955), Adalbert Krieger Vasena (1967-1969), José Alfredo Martínez de Hoz (1976-1981), Domingo Felipe Cavallo (1991-1996 y 2001) y el inefable Luis “Toto” Caputo (2017-2018 y 2023 hasta la fecha), entre otros. Ya conocemos de lo que son capaces los rapaces, que saquean a la Argentina desde siempre.
La hora de la insurrección (1972)
La fecha elegida para las elecciones internas del PJ fue designada hace años como el Día del Militante, en la que se conmemora una historia de reivindicación y de triunfo ante la adversidad más descorazonadora. El 17 de noviembre de 1972, el General Juan Domingo Perón volvía a su patria argentina, luego de un exilio de casi 18 años. El regreso marcó el inicio de una nueva era política, que fue ahogada a sangre y fuego cuatro años después por una dictadura sangrienta, genocida y vendepatria, que cerró los sindicatos, prohibió los partidos políticos, destruyó la industria y ejecutó una política de entrega de los recursos naturales y del territorio argentino, que tuvo trágicas consecuencias.
A pesar de ser militares los que gobernaban, desataron una guerra contra el imperio británico y se comportaron en ella como civiles temerosos, salvo muy honrosas excepciones, como los pilotos de la Fuerza Aérea y de la aviación naval, algunos grupos de comandos y oficiales y suboficiales de infantería, que plantaron cara al enemigo británico y vendieron cara su derrota, pagando a veces con su vida tal osadía. No fue el caso del general Mario Benjamín Menéndez, jefe de las tropas estacionadas en Malvinas, que se rindió rápidamente y entregó armas y bagajes al enemigo, engominado, bien afeitado y sin transpirar.
El 17 de noviembre de 1972, por el contrario, fue una gesta en la que el Pueblo en la calle festejó el regreso de Perón enfrentando a los tanques -cuya tripulación no se atrevió a disparar contra los insurrectos civiles, que le plantaron cara arriesgadamente a un joven oficial-, desarmando a algunas tropas demasiado asustadas como para reaccionar y llegando, a pesar de la represión, casi hasta la pista de Ezeiza, adonde aterrizó el líder depuesto el 16 de septiembre de 1955.
El usurpador general Alejandro Agustín Lanusse, huésped transitorio en esos momentos de la Casa Rosada, decretó ese día como no laborable y prohibió toda concentración, pero la CGT lanzó un paro con movilización. El Pueblo, entonces, fue el protagonista principal de la jornada, caminando bajo una lluvia torrencial, cruzando a nado o como se pudiera el Arroyo Matanza, cercano al Aeropuerto de Ezeiza y desatando una insurrección callejera que sólo la alegría por la presencia de Perón en la patria pudo limitar. Si no, es imposible saber qué podría haber ocurrido. Eran los tiempos en que el peronismo era realmente “el hecho maldito del país burgués”.