En la noche del sábado último, Ezequiel Villanueva Moya (de 15 años), un novel periodista de la revista La Garganta Poderosa, salió de su casa en Villa 21 para visitar a su abuela, que vive en el mismo barrio. Cuando volvía a su casa, en momentos en que saludaba a su amigo Iván Navarro, un policía federal los interceptó. Éste relató que, de repente “yo me acerqué para darle un abrazo a Eze y un oficial, así, de la nada, directamente vino y me pegó una trompada”.
La requisa sobre las pertenencias de ambos jóvenes no arrojó resultado negativo, por lo que el policía los dejó partir, pero a unos pocos metros de allí volvieron a ser detenidos, esta vez por tres móviles de Prefectura Naval Argentina, cada uno de ellos ocupado por cuatro efectivos. Los jóvenes prosiguieron relatando que “nos tiraron adentro de un coche y nos llevaron hasta la garita de Osvaldo Cruz e Iguazú para cagarnos a palos”.
Luego los prefectos, siempre según la narración de los niños, “nos subieron a otro auto, pero primero nos taparon la cabeza y nos obligaron a sentarnos uno encima del otro”. Desde allí los llevaron hasta un descampado cercano al Riachuelo, detrás de una fábrica, sobre el Camino de Sirga.
“Cuando ya había unos 10 prefectos, uno dijo que nos iban a matar, porque total nadie nos iba a reclamar”, continuó con su denuncia Iván, que recibió, junto a su ocasional compañero, una serie de golpes en la cara y de palazos en las piernas. “Nos obligaron a tirarnos al piso y hacer flexiones de brazos, hasta que uno le saltó sobre la espalda a Ezequiel y otro me preguntó a mí dónde quería el tiro”.
El chico describió el estado de los represores como “alterados, como sacados, nos esposaron a un caño y dispararon varios tiros al aire, mientras nos quitaban las camperas que supuestamente habíamos robado”.
Invirtiendo los roles, los soldados de la nada “se reían cuando nos ponían un cuchillo en el cuello y nos decían que también les parecían lindas nuestras zapatillas, nuestras cadenitas. Nos sacaron todo”, se lamentó el joven.
Cuando llegaron a un lugar situado a unas cuadras de la Parroquia Caacupé, uno de los arrojados servidores del orden le puso el arma en la nuca a Navarro y le espetó: “Dale, un Padre Nuestro para que no te mate, dale”, en tren de traspasarle su miedo. Finalmente, les soltaron las manos a Navarro y a Villanueva Moya y, encañonándolos con una escopeta los obligaron a irse corriendo. “Corran rápido o van a ser boleta”, les gritaron los esforzados militares, en tren de dusosa diversión.
Luego, los chicos corrieron, efectivamente, hasta sus casas y a continuación se dirigieron a la Procuradoría contra la Violencia Institucional. Luego se presentaron ante la fiscalía de Pompeya para declarar y en ese lugar tuvieron un encuentro inesperado. Allí se encontraba cumpliendo con su deber el prefecto Leandro Adolfo Antúnez, uno de sus agresores del sábado en la noche.
Los jóvenes lo denunciaron e inmediatamente el fiscal Marcelo Munilla Lacasa pidió que fuera detenido, a la vez que solicitó también la suspensión de los demás integrantes de la patrulla que los había torturado.
Lo que quedó, además del sinsentido represivo, fue el miedo de los familiares, que quedaron sumidos en la indefensión. Estos episodios suelen sucederse habitualmente por estos días y, si las autoridades hacen la vista gorda, las fuerzas de seguridad se dedican a intimidar a los testigos e incluso, hay antecedentes de supuestos agentes de la ley que han asesinado a quienes los denunciaron. Incluso, hace poco, en Bariloche mataron a un policía que avanzó demasiado en una causa en la que estaba involucrado el hijo de un alto oficial.