Se da una situación similar a la que Macri vivió en los primeros tiempos de su gestión porteña y que pudo corregir. Pero el escenario nacional es mucho más delicado.
Faltaban días para el balotaje, pero la victoria parecía asegurada. El entonces jefe de Gobierno y candidato presidencial, Mauricio Macri, recibía en una amplia sala del edificio de la sede del Gobierno porteño, en Parque Patricios, a un grupo de periodistas. La charla iba y venía sobre la elección en sí y sobre un eventual arranque de gestión. Entonces, se le preguntó al líder de Cambiemos acerca de una característica que había marcado el comienzo de su administración porteña: el “prueba y error”.
Macri abrió los ojos como si viera allí la oportunidad para pasar un aviso y comenzó una explicación, algo exagerada, de la virtud de los gobernantes que saben volver sobre sus pasos.
Impensado creer que Macri se equivoca a propósito. Parecería una complejidad (y cierto maquiavelismo) que no tiene su mirada sobre la gestión. Pero la manera en que ponderó aquella vez el tema de las marchas y contramarchas confirma lo que hoy se ve a la luz del día. El Presidente hace gala de cierta improvisación o mal cálculo de los resultados a la hora de tomar decisiones. Si luego la pifia, se corrige.
Hubo dos medidas en particular en las que el Presidente debió retroceder violentamente. Una institucional, casi de arranque, fue la designación por decreto de dos ministros de la Corte Suprema de la Nación. Los nombramientos terminaron saliendo, semanas atrás, pero le costaron a Macri cesiones millonarias a las provincias cuyos senadores aportaron votos. ¿Hubiese sido igual de caro si las propuestas llegaban por los canales habituales, enviando los pliegos directamente a la Cámara alta? No hay manera de comprobarlo. Pero sí está claro que el oficialismo debió pagar un costo por el proceso anormal y le quedó una marca de origen, por cierto desapego a las normas que tanto prometían en campaña y le cuestionaban al kirchnerismo.
La otra marcha atrás, aún de final incierto, ocurrió con las tarifas. El caso es más grave aún, sobre todo si se lo pasa por el prisma de la política argentina. Básicamente, porque el error se cuenta en plata del vecino de a pie. La bola de subsidios, millonarios y sospechados, con la que los Kirchner mantuvieron controladas las boletas de luz, agua y gas, se sabía, serían desactivadas por el nuevo Gobierno. Macri y su ministro especialista, Juan José Aranguren, tuvieron meses para programar la desactivación de la bomba. Echarle la culpa al frío por porcentajes que se suponía no superarían el 400 por ciento y terminaron encima de 2.000 por ciento suena infantil y hasta temerario. ¿Con esa profesionalidad se harán las correcciones futuras? ¿Cuánto margen tiene la nueva administración para volver a errarle de esa manera en un tema tan sensible al bolsillo?
En estos siete meses y pico, también hubo idas y venidas con temas que suena hasta triviales, aunque no lo son, como la presencia o no de Macri en el festejo del Bicentenario. ¿Qué quiso hacer el Presidente cuando avisó vía Twitter que no iría porque estaba cansado? Si lo hizo espontáneamente, sonó a capricho. Debió retroceder. Una cosa es mostrarse como un ciudadano normal, a lo que juegan muchas veces en el Pro, y otra es no asumir compromisos a la altura de la investidura.
En un contexto político aún polarizado, con el kirchnerismo corrupto regalándole noticias diariamente, la gestión de Macri sigue con un crédito abierto. Pero quizá ni tan grande ni tan profundo como para seguir errando en algunas decisiones. Los márgenes para retroceder también se angostan.