La noticia se había filtrado días antes a través de las usinas habituales, pero el presidente Mauricio Macri hizo el anuncio oficial este martes, en el tradicional acto por el Día del Ejército que se lleva a cabo cada año en la Casa Militar. “Necesitamos fuerzas armadas que dediquen mayores esfuerzos en la cooperación con otras áreas del Estado, brindando apoyo logístico a las fuerzas de seguridad para cuidar a los argentinos de las amenazas y desafíos actuales”. En el palco, junto al ministro de Defensa, Oscar Aguad, y la cúpula castrense, aplaudía la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, una de las principales ideólogas de esta nueva doctrina. Fuentes oficiales aseguran, off the record, que el texto del decreto que modificará la legislación vigente para permitir una mayor grado de participación militar en asuntos internos ya está escrito: no está en los planes del Gobierno someter esa decisión al arbitrio, hoy incierto, del Congreso nacional.
Las leyes que dividieron aguas entre las competencias militares y policiales, sancionadas con apoyo pluripartidario durante el mandato de Raúl Alfonsín, se convirtieron en las columnas que sostienen una de las pocas políticas de Estado que lograron sobrevivir desde entonces, atravesando todos los gobiernos y vicisitudes. La huella pesada de la última dictadura marcó a fuego la decisión de excluir a las fuerzas armadas de cualquier tarea que no esté estrictamente vinculada con la defensa nacional ante amenazas simétricas del exterior; es decir: un eventual ataque militar por parte de tropas regulares de otro país. Las modificaciones y reglamentaciones que se hicieron a esas normas desde entonces, para permitir el uso de las capacidades logísticas del Ejército en el control de fronteras o ante desastres naturales, no modificaban ese mandato de no intervención.
El proyecto de Macri, Bullrich y Aguad (un apologista del proceso militar y amigo personal de Luciano Benjamín Menéndez, apodado, en su Córdoba natal, “el Milico”) va mucho más allá. El texto que circula entre los ministerios y la Casa Rosada establece que el Ejército y la Marina reemplacen a Gendarmería y Prefectura en tareas de control fronterizo y de espacios estratégicos, para liberar al personal que actualmente realiza esas tareas y volcarlo a las calles, particularmente en el conurbano bonaerense. Así, pasarían a quedar bajo control militar el yacimiento de Vaca Muerta o la central nuclear de Atucha, lugares donde hoy existen conflictos territoriales o sindicales que exceden largamente la competencia del ámbito de la defensa y que colisionan, de frente, contra las políticas de Estado en esa materia sostenidas durante más de treinta años.
Otro punto conflictivo es el combate a lo que en el Gobierno llaman los “desafíos del siglo XXI”: el narcotráfico y el terrorismo. La utilización de fuerzas armadas para enfrentar esas redes complejas de delito organizado no es una idea novedosa ni autóctona: es la receta que imparte el Departamento de Estado norteamericano a los países al sur del río Grande desde la década de 1980, cuando se dejó atrás la doctrina Kissinger. Su aplicación implica darles a los militares facultades en materia de inteligencia interior, una herramienta indispensable para esa tarea y que está expresamente prohibida en la Argentina desde el regreso de la democracia. Las dudas se multiplican cuando uno incluye en la ecuación el encuadre que le dio el Gobierno nacional al conflicto con mapuches en la Patagonia argentina. La posibilidad de que el Ejército intervenga en conflictos internos queda latente.
En el Ministerio de Defensa, sin ambages, mencionan tres ejemplos regionales de intervención militar en tareas de seguridad interior: México, Colombia y Brasil. Bien haría en guardarse esos ejemplos. En México, desde el comienzo de “la guerra contra el narcotráfico”, hace poco más de diez años, se acumulan 120 mil víctimas fatales, en su mayoría civiles, según datos oficiales. En Colombia, la colaboración entre fuerzas armadas y paramilitares fue parte central de una guerra civil que lleva varias décadas y recién ahora parece comenzar a resolverse. Pero más emblemático parece el caso de nuestro principal socio y vecino, donde el Ejército participó de operativos en las favelas, que durante años estuvieron literalmente militarizadas. Cabe preguntarse si en los proyectos oficiales hay planes de, en un futuro, volcar personal militar a las calles del conurbano bonaerense u otras zonas conflictivas.
Queda una arista más por evaluar en el asunto: la utilización de capacidades castrenses para combatir el conflicto social, que seguramente se agudice con la aplicación del ajuste planificado junto al Fondo Monetario Internacional. Mientras se escribe esta nota, en Brasil el Ejército está desplegado en las calles de las principales ciudades para controlar una huelga de camioneros que lleva más de diez días y paralizó al país. Las imágenes, que tienen poca circulación en la prensa local, remiten a épocas que ya creíamos haber dejado atrás: tanques y soldados en las puertas de las escuelas, custodiando estaciones de servicio o haciendo retenes en las avenidas.
Es difícil no trazar paralelismos. No ya entre opositores sino en medios oficialistas hablan abiertamente de la posibilidad. Lo hizo el muy bien informado Carlos Pagni, en su reciente columna en la que anticipaba el decreto: “¿No será que el Gobierno está pensando en una megarrecesión que implica reprimir más duramente? Honestamente no es eso lo que inspira al Gobierno, pero esta noticia de transferir personal militar para tareas de seguridad, en este contexto, luce como un Gobierno que se prepara para ser más duro”, escribió. Hablando de ajuste, una última pregunta: ¿cómo se financiarán, en este contexto recesivo, las nuevas capacidades y facultades de las fuerzas armadas?.