Para su nueva etapa de gobierno, Mauricio Macri ha decidido apelar al insumo central de la religión: la fe. La convocatoria que reunió días atrás en el Centro Cultural Kirchner a la crema del círculo rojo del empresariado, los sindicatos, la política y la Justicia mostró al Presidente en una de las facetas que viene perfeccionando desde que decidió convertirse en dirigente: la del orador convocante. No eligió esta vez los escenarios centrales, horizontales, donde se asemeja a un pastor evangélico, pero desafió sin duda a la fe para avanzar en lo que él llamó el “reformismo permanente”. Lo hizo para invitar a la sociedad, los que estaban allí y los que lo escuchan de fuera, a apoyar los “consensos básicos” que él mismo y algunos de sus principales dirigentes se animaban a transmitir en privado. “Somos la generación del cambio”, dijo. Habló de “sana rebeldía” y “aventura excitante”. En sus 45 minutos de discurso también llamó a terminar con los “privilegios” y convocó a “todos a ceder una parte”. Usó ejemplos irritantes para aflojar resistencias –“1.700 empleados en la Biblioteca de Congreso”– y aseguró que todo será en pos de “crear empleo” y “sacar al país de la pobreza”. Los primeros proyectos que trascendieron, cuanto menos, generaron dudas: si se aprueban tal como están, al grueso de la población no le quedarán demasiadas alternativas. Será creer o (volver a) reventar.
¿Una rebaja en la actualización de las jubilaciones, un recorte de los derechos laborales y la suba de impuestos en productos de consumo masivo, como las bebidas, implicarán una mejora en la calidad de vida de los argentinos? A favor de Macri, más que las promesas, está el diagnóstico. Un país que ronda el 30 por ciento de pobreza después de 10 años de crecimiento, que tiene cerca de un tercio de sus trabajadores en negro y que ve cómo se deteriora su bien ganado prestigio educativo requiere, sin duda, de una transformación. Difícil pensar que, manteniendo esas variables, la Argentina podría torcer su historia reciente de país de tercer mundo. Ahí es donde quizás haya que reparar en el acierto de la palabra que dio origen a la alianza que gobierna desde hace poco menos de dos años: cambio.
También la necesidad y las ganas de una transformación podrían explicar el triunfo reciente del oficialismo, contundente en cifras y en geografía. El casi 42 por ciento que juntó Cambiemos a nivel país, ganando en las cinco provincias más grandes y en 17 de sus 24 capitales, solo se explica por la expectativa de que esta vez venga algo realmente mejor. Una victoria que lo dejó en mejor posición para aplicar las reformas a través de su aprobación en el Congreso, pero que requerirá de aliados por la falta de mayorías.
El nuevo mapa político ubica a los gobernadores como el grupo central con el que deberá articular la Casa Rosada. Eso explica que la primera reunión grande programada para transmitir el reformismo sea el 9 de noviembre con los mandatarios. En un segundo escalón, según la escala del propio Gobierno, vienen otros parlamentarios que no necesariamente responden a los gobernadores, y los sindicatos.
Este último grupo será particularmente sensible. Uno de los primeros proyectos que trascendió fue un extenso borrador de la reforma laboral. Por cierto, el Gobierno parte allí de una mentira; o una verdad a medias. Había asegurado que no habría tal reforma general sino negociaciones por sector. Si no es una reforma hecha y derecha, el paper con 145 artículos que ya compartió con abogados de sindicatos y empresas se le parece mucho.
El oficialismo deberá convencer a los líderes gremiales pero sobre todo a la opinión pública de que el recorte de derechos laborales es la fórmula para lograr que más beneficios lleguen a más gente. Es decir, que se beneficiará a las empresas para que tomen personal en blanco. Otra vez la fe: habrá que rezar para que las compañías realmente aumenten sus plantas de personal y no terminen aprovechando las nuevas reglas para reducir trabajadores o, en un punto intermedio, cambiar viejos por nuevos.
Lo mismo ocurre con algunos cambios impositivos. No parece haber duda, porque así lo advirtieron ya desde los sectores afectados, como el de las bebidas (sobre todo alcohólicas), que la suba de impuestos internos se trasladará de un modo u otro, más temprano que tarde, a los precios. Más dudas genera la posibilidad de que los beneficios tributarios que gozarán algunos sectores luego se diseminen en el todo y no solo en mejorar la rentabilidad de unos pocos.
La pesada realidad, con la que colaboraron muchos de los políticos que hoy cuestionan al Gobierno, pero también dirigentes del oficialismo e incluso empresarios y sindicalistas que se fruncen por el presente, alentaba el fantasma de otra crisis. Macri invita a creer en él para construir un nuevo paraíso. Que no sea infierno.