Tecnopolítica: gobernar o confrontar

Tecnopolítica: gobernar o confrontar

Por Maximo Merchensky/Especial para Noticias Urbanas.


Los temas taquilleros que el tecno-populismo motoriza y que inundan el debate público, parecen no dejar a la formulación de los problemas profundos que explican el atraso del país, y la formulación efectiva (y democrática) de las políticas de desarrollo que puedan resolverlo.

Hace un par de meses dimos comienzo a este ciclo de notas sobre La agenda del desarrollo. La idea que las guía, que parece anticuada o nostálgica, es proponer al debate público los temas y las ideas del desarrollo económico, y enfocar los problemas argentinos desde el criterio del desarrollo, esto es, reformular los problemas según se ordenen, o no, hacia el objetivo que estimamos preferente, coincidente, y prioritario, del desarrollo.

Esta idea puede ser considerada rara, o por lo menos bastante discutible. Miremos un poco más de cerca por qué. No es necesario argumentar demasiado que el desarrollo sea un objetivo preferente de la política pública. A excepción tal vez de los ambientalistas o conservacionistas extremos, todos estamos de acuerdo en que el desarrollo económico es preferible al subdesarrollo.

Pero es más discutible que sea un objetivo coincidente. Desde el liberalismo, el desarrollo (como objetivo político, como política pública) es sospechoso de estatista o regulador, y es comprensible, toda vez que el desarrollo presupone un rol rector del Estado definiendo prioridades, incentivos y penalidades para determinadas actividades consideradas estratégicas. Desde la izquierda, por su parte, el desarrollo es sospechoso de promover la concentración de capital y atentar contra una distribución justa del ingreso, lo cual es comprensible, también, en la medida en que el desarrollo presupone promoción de la acumulación, garantías de respeto irrestricto por la propiedad, incentivo a la iniciativa privada, y apoyo a grandes proyectos privados de inversión acordes a la escala de cada sector de la economía.

Desde el nacionalismo, el desarrollo es sospechoso de extranjerizante, lo cual también es entendible, porque propicia la atracción del capital extranjero sobre todo de la inversión extranjera directa. Quienes subrayan la necesidad del desendeudamiento público y en general el valor de “vivir con lo nuestro”, sospechan del desarrollo en la medida en que éste pretende apalancar la inversión pública en el crédito internacional a largo plazo, sin discriminar tanto el origen del capital cuanto su destino, su aplicación concreta. Pero incluso con los proteccionistas y defensores de “la industria nacional” (aun de muchas “industrias” que son meras ensambladurías), los criterios de desarrollo, inversión, productividad y competitividad, son sospechados de excesos liberales que atentan contra el trabajo nacional, etc. Y podemos seguir. En resumen, lo que quiero subrayar es que aunque aparentemente “todos estamos de acuerdo” en la necesidad del desarrollo, no estamos tan de acuerdo en los términos, prioridades, aspectos críticos y subsidiarios de lo que sea el desarrollo. Y en cada uno de estos frentes ideológicos se puede librar un debate.

Más evidente es la falta de un consenso sobre la prioridad del desarrollo, esto es, que el criterio de desarrollo sea realmente prioritario para la formulación de los problemas públicos y las respuestas de política pública a esos problemas. Ya comenté en notas anteriores que esta idea es contraintuitiva, porque “la prioridad” de la política argentina siempre es otra: o mayor equidad, o derrotar la pobreza, o promover el consumo, o erradicar la inflación, etc. etc. La lista de cuestiones que la dirigencia, o en particular los gobiernos, plantean como prioridades y para las cuales procuran impulsar algún consenso social, es muy diversa y suele conectar a cosas más “concretas” que el desarrollo. Las comillas son intencionales. Me refiero a temas más próximos al interés inmediato de cada cual.

El consenso social es una entelequia, una abstracción que utilizamos en cada momento y situación histórica (concreta) para referirnos a la adhesión, respaldo o paciencia de la sociedad con las políticas que implementa el gobierno, o la índole e intensidad de sus reclamos al gobierno. Subrayo que es una entelequia, una abstracción, porque en la vida política de las sociedades no hay tal consenso concreto, no hay acuerdo explícito, sino una relación de representación, confianza de representados en representantes, más o menos definida, mediada por infinidad de instancias de comunicación, representación, deliberación, etc. y ratificadas por el voto, único elemento concreto (y por eso casi sagrado) de justificación del poder político en las democracias representativas modernas.

Sobre la representación y en general la crisis de representatividad en las democracias representativas, se ha discutido muchísimo, desde que este artificio genéricamente denominado “democracia” se estructuró como aparato de legitimación del poder político y estatal en el siglo XIX. Quiero decir que la cuestión de la representación y el status de algo así como los “intereses” de personas o grupos y su representación, constituyen un problema teórico en sí mismo. En una de las puntas de este problema, podemos enfocar cómo pasamos del interés subjetivo de una persona, a los intereses comunes a grupos de personas, estamentos, sectores, clases, etc. Si son los intereses en común, los intereses promedio, o qué; los intereses articulados y representados (a través de algún dispositivo político).

Pero me interesa llamar la atención sobre la otra punta del problema: que podamos hablar de algo así como el interés público, el interés nacional, y más todavía: el interés en el desarrollo económico. Y cómo juega ese interés, concretamente, y de qué modo engloba, abarca, integra, armoniza, o por el contrario agrega o intersecta, los intereses más puntuales, sectoriales, o aun particulares. Porque puede pasar que haya conjuntos de intereses que no se tocan, que son diversos, contradictorios (conflictivos) o incluso antagónicos. Entonces ¿cómo conformamos, definimos e integramos el interés nacional?  Y esto aun antes de enfrentarnos a la cuestión de cómo son representados (de manera más o menos genuina, más o menos fiel) estos intereses, y cómo ocurre que se expresan y enfrentan en la arena política.

Hace 70 años el desarrollismo propuso la siguiente idea: los “intereses objetivos” de todas las clases y sectores que integran la nación, coinciden en el interés nacional en el desarrollo. Y esta coincidencia es de primer orden, esto es, opera en otro plano respecto de los conflictos de intereses sectoriales de la política ordinaria (incluso en otro plano respecto de los debates ideológicos, o las tradiciones partidarias), y debe ponerse por encima, de manera preeminente. Por eso propuso la alianza de clases y sectores, no un “pacto social” o un “gran acuerdo nacional” con manifestaciones de intenciones genéricas o valorativas, sino un acuerdo concreto sobre una política particular: el programa de desarrollo. Eso fue el gobierno de Frondizi, a pesar de las dificilísimas relaciones con el peronismo, con el antiperonismo y con el partido militar.

La idea de un consenso sobre un programa de desarrollo puede parecer no sólo anticuada, sino naif. Más ahora que la política clásica con sus ideologías e intereses, sectores y partidos, opinión pública y medios de comunicación de masas, está siendo trastocada por la tecnopolítica, que cambió status, la forma y la relación mutua de todas estas categorías.
Llamamos tecnopolítica a una modalidad de la política que se apoya en herramientas tecnológicas digitales, fundamentalmente las redes sociales y el big data, para diseñar e implementar estrategias de comunicación y marketing político, e incidir en la opinión pública, el debate público, los agrupamientos políticos, los episodios electorales, y el funcionamiento de los gobiernos.

Eso es la tecnopolítica; pero para pensar mejor la tecnopolítica, precisemos un poco más todo lo que englobamos en la idea de política. Política es, desde siempre, el lugar de lo público y común. Lo público por antonomasia se ubica en el nivel de la organización y funcionamiento del país: la política nacional, su gobierno, sus normas de relacionamiento, sus reglas y penas. Pero hay política entre países, como hay política en una provincia, hay política en una ciudad o en un pueblo. Hay política en las grandes empresas y corporaciones, hay política en los diferentes sectores: hay política empresaria, hay política sindical, hay política en el mundo militar. Hay política en las universidades y, por supuesto, en la academia.

También desde siempre, política es la lucha por el poder. En cada ámbito político se puede identificar la lucha por el poder, la influencia, la conducción. Hay lucha por el poder político en el país, en las provincias, ciudades o pueblos, hay lucha por el poder en las asociaciones empresarias o sindicales, en las corporaciones, en las empresas, puede haber lucha política entre los miembros de un gobierno o un gabinete o dentro de un ministerio, como dentro de un club deportivo o agrupación de estudiosos. De la idea general de política, podemos entonces recortar, abstraer en el análisis, la tarea de construcción de poder, de lucha por el poder, e identificarla como el aspecto agonal de la política.

También desde siempre, política es ocuparse concretamente de lo público, lo común a todos. Como sabemos desde la escuela, la idea de cosa pública (el objeto del que se ocupa el político) se sintetiza en el término latino res pública y luego república, claro. La política es también hacer cosas, pero no en el ámbito privado (para mí y mi familia o mis amigos inmediatos), sino el ámbito social, público (para todos los que habitan mi ciudad, mi país), ocuparse de las cosas que nos conciernen a todos. Entonces de la idea general de política, también podemos recortar otra faz, la tarea de llevar adelante políticas, que identificamos como el componente arquitectónico de la política.

En democracia (es decir, no tan desde siempre), la política tiene otro aspecto crucial que es la representación. El poder político no funciona de manera directa ni por representación ideal, sino a través de representantes concretos, reales, que remiten a la voluntad de representados. Por eso existe la persona del político (profesional), que lleva adelante esa tarea según su mejor saber y entender. Los representantes, lo son en función de un artificio, el voto, por el cual los representados le transfieren y confieren su poder.

Pero la democracia moderna lo es (es democrática) en la justa medida en que es muy estricta en qué poder transfiere y confiere con el voto, y por cuánto tiempo, y qué otros poderes no delega, sino que reserva. La limitación del poder (lo que conocemos como las instituciones) es central en la democracia republicana.

Los asuntos que componen la cosa pública, que son objeto de la opinión pública, del debate público, y del gobierno, están naturalmente en el centro del teatro de operaciones de la tecnopolítica. Pero no ocurre por igual a la inversa. No todo lo que la tecnopolítica manipula tiene su origen en los términos del debate público. La tecnopolítica tuerce, fuerza, informa el debate público en sus propios términos.

Uno podría remontar la tecnopolítica por lo menos hacia los años 2000, cuando el uso de herramientas de estudio y análisis cualitativo de opinión pública (grupos focales, entrevistas en profundidad) y la disponibilidad de bases de datos sofisticadas revolucionó el marketing político, al permitir que la oferta política y electoral se construyese con ajuste a llamadores muy bien definidos, con mensajes precisos dirigidos a públicos segmentados, y una creciente utilización de medios de comunicación directa. La arena política estalló, se fragmentó, se abrió; pero todavía había puntos o áreas de intersección, y temas y discursos promedio, alrededor de “temas importantes”, que coincidían, más o menos, con el debate público y las discusiones que ocupaban a los líderes de opinión, al gran público, y al establishment.

Hoy esto se transformó. La tecnopolítica es ante todo infraestructura de big data y redes sociales. Múltiples mensajes, múltiples segmentos de opinión, múltiples objetos de debate, y temas de lo más variados, incluso ridículos (o sobre todo ridículos). Observamos el funcionamiento de una variante de la tecnopolítica que podríamos denominar caótica, descripta por Giuliano Da Empoli en “Los ingenieros del caos”, y que conecta con lo que genéricamente denominamos “populismo”. Esta variante empuja y corre los límites de lo que conocíamos como el viejo marketing político. Funciona en el borde, o mejor: del otro lado del borde, de las reglas de juego clásicas y aceptables, del marco institucional de la competencia política y electoral “sana”, es más, se burla de lo “políticamente correcto”, y escandaliza a los observadores tradicionales. Trump, Meloni, Boris Johnson, Bolsonaro o Milei son fenómenos políticos muy característicos de esta variante de la tecnopolítica, y muchos de sus posicionamientos o comportamientos que rompen los moldes y deslizan por el absurdo (o el ridículo) no son casuales, sino deliberados. 

La tecnopolítica caótica hace varias cosas al mismo tiempo, y vale la pena tener en cuenta algunos de sus rasgos más salientes, para poder identificarla y comprenderla. Uno podría sorprenderse, extrañarse o admirarse de manifestaciones públicas aparentente ingenuas, burdas, casuales o triviales arrojadas al debate político, posiciones ridículas, escandalosas, aberrantes. Pero no son trivialidades. No son simples golpes de efecto o bombas de humo. Son parte de un mecanismo más abarcativo y sofisticado.

Audiencias y comunidades. La tecnopolítica caótica segmenta y desarrolla audiencias en comunidades digitales más o menos laterales al debate público, o aun marginales, y crea o refuerza narrativas tangentes, centrífugas, que a veces no tienen nada que ver con temas políticos, ni siquiera con agendas públicas más o menos relevantes. Gamers, blockchainers, cosplayers y terraplanistas se mezclan con libertarios, fascistas o teóricos de la nueva derecha, conformando grupos de opinión descentrados y en principio desconectados. En esas audiencias, la tecnopolítica investiga y busca patrones de interés, estudia y desarrolla métodos de engagement, y testea herramientas, pero sobre todo sondea motivaciones, susceptibilidades, frustraciones y enojos profundos, que analiza, estudia, modela, alimenta y manipula.

Enemigos. La tecnopolítica identifica enemigos y los caracteriza de manera lisa y llana. No tiene escrúpulos a la hora de cualificarlos. Estos enemigos pueden ser personas concretas descalificadas (Larreta es una cucaracha comunista, o Cristina es una ladrona), grupos sociales bien definidos o más amplios (los planeros, los negros, los kukas, los comunistas, los progres, los zurdos), o también conceptos políticos o sociológicos más o menos vagos e imprecisos (la casta, el establishment, el Partido del Estado, etc.). Los enemigos pueden variar o solaparse, según el segmento o comunidad que los defina. Los enemigos sirven para polarizar.

Enojo. La tecnopolítica identifica los vectores de frustración, ira, enojo, resentimiento de cada grupo o segmento, los potencia y alimenta, y abona una falsa empatía en la que se internalizan y comparten estos sentimientos negativos. Este punto es muy importante. La tecnopolítica opera no tan sólo sobre la clásica “crisis de representación”, sino sobre el fracaso del Gobierno, el fracaso del Estado, los abusos de la burocracia, la ineficiencia de los estamentos de representación, se apalanca en la frustración, para exacerbarla y convertirla en indignación, resentimiento, bronca. A diferencia de la política clásica que trataba de bajar los niveles de conflicto y encauzar los diferentes vectores de voluntad en grandes consensos, la tecnopolítica del caos trata de exacerbar el conflicto y manipular vectores independientes y atomizados.
Realineamientos. De la mano del enojo, el resentimiento, etc., la tecnopolítica induce polarizaciones, alineamientos binarios (si no se es una cosa, se es esta otra cosa), dirigidos contra los enemigos antes caracterizados, determinados y cualificados, que son “causa de todos los males”. Se quiebran así viejos alineamientos partidarios o ideológicos, y operan realineamientos que atraviesan el cuerpo social y sus estamentos ordinarios. Como opera sobre las redes sociales, impacta sobre las franjas etárias más jóvenes y más dinámicas de la sociedad (menos comprometidas con los viejos alineamientos) e influye desde ahí con alto nivel de participación, compromiso y ruido.

Posverdad. La tecnopolítica se desentiende de cualquier compromiso con la verdad; opera de manera cada vez más desprejuiciada, osada, sobre la verosimilitud de ideas más o menos vagas, según estén o no alineadas a los preconceptos, prejuicios, simplificaciones y slogans de cada una de las comunidades, alimentando, en cada caso, los vectores de enojo, y ratificando la configuración de cada uno de los enemigos. No se priva de ninguna mentira, parcialidad, deformación, omisión y puede llegar muy lejos en la manipulación, distorsión o falseamiento de datos, hechos, estadísticas, etc. Se dice cualquier cosa. La verdad es una reliquia de la “vieja política”.

Espectáculo. La tecnopolítica se apalanca en la espectacularidad, de la mano de personajes populares, carismáticos, llamativos, violentos y enérgicos, incorrectos, que suscitan el escándalo, que son auténticos, que son empáticos, que razonan con el sentido común y remiten a percepciones comunes, etc.

Carnaval. Da Empoli señala un punto más interesante: el componente carnavalesco de la tecnopolítica del caos, que todo lo pone patas para arriba, donde el príncipe es sirviente y el sirviente príncipe; la verdad es mentira y la mentira verdad; el ladrón es policía, y el policía ladrón. El carnaval es una reversión temporal del status quo, que todo lo subvierte y en el que se expresan las pasiones más oscuras, las pulsiones orgiásticas, violentas o histéricas, reprimidas (en general) por el orden social, las normas y costumbres. A esta tradición que viene del medioevo y antes de la antigüedad romana, parece imposible no adjudicarle algún tipo de necesidad política: una suerte de sublimación periódica, temporal, acotada, una catarsis respecto de las injusticias profundas del orden del mundo social.

El racionalismo moderno siempre interpretó el carnaval como superfluo, absurdo, incluso perverso, y prefirió otras formas más controladas de fiesta, y modos más individuales o privados de catarsis. Pero el carnaval siguió ahí, desafiando cada año todas las formas de represión. ¿Por qué es relevante la referencia al carnaval? Porque poner las cosas patas para arriba tiene sentido frente a la ira que generan las injusticias del status quo, las frustración masiva frente a las promesas cada vez más vacías del orden político. Eso que parece ridículo, exagerado, payasezco o “poco serio”, en cambio es relevante y oportuno: canaliza el malestar profundo, expresa y transpira la ira.

Nuestras democracias occidentales, republicanas y representativas, son formidables máquinas de orden, regulación y represión, de libertades restringidas y mercados libres, a la vez que frecuentemente injustas, y con históricos problemas de legimitidad. La frustración de las promesas de la democracia, del viejo y paternalista Estado de bienestar, de la ilusión de progreso indefinido y del trabajo y oportunidades para todos (y el consumo para todos), alimenta esa rabia, ese enojo, esa vocación por romper todo. Y pone en el banquillo al progresismo, a la corrección política, al establishment político, que son destinatarios propiciatorios de la ira.

Cuanto más payasesco, cuanto más incorrecto, cuanto más auténtico, cuanto más desprejuiciado, cuanto más enérgico y carismático, cuanto menos se preocupe por las buenas maneras, y cuanto más escándalo genere, tanto más y mejor se expresa la furia del populista tecnopolítico, que empatiza con la furia social profunda.

Esta revisión no pretende ser exhaustiva sino apenas llamar la atención a grandes rasgos sobre las formas de manipulación de la tecnopolítica caótica, y sus diferencias respecto del márketing político tradicional, o la tecnopolítica a secas. Esta variante o evolución opera en un nivel mucho más profundo sobre los sentimientos más oscuros y negativos (furia, resentimiento, desprecio) de su público objetivo, rescata y revaloriza grupos subterráneos antes marginales o marginados, les abre un canal de expresión que luego manipula; aborda y promueve sin vergüenza ideas, temáticas y discursos antes considerados tabú (racismo, clasismo, machismo, toda suerte de negacionismos), no sólo no teme al ridículo sino que fuerza y despliega el ridículo y publicita su espectacularidad.

Pero aquí, donde uno podría, ingenuamente, ver un defecto o error, un exceso populista al que “se le ven los hilos, hay en cambio planificación y método. La tecnopolítica utiliza el alto nivel de engagement, compromiso y activismo de los militantes de los extremos, para generar una movilización efectiva. Esta movilización, es cierto, se manifiesta inicial y principalmente en las redes, pero permea rápidamente en el debate público, en parte porque ¡claro, es escandalosa! Una comunidad pequeña pero escandalosa, comprometida, ruidosa, es mucho más efectiva (en el mapa tecnopolítico) que una comunidad de personas razonables con ideas y convicciones promedio. Y tuerce el mapa, y deforma y transforma el debate público.

¿Cómo plantear, en este contexto, los problemas más de fondo de un país como Argentina, sumido en el subdesarrollo pero además atascado en su debate público? Me refiero no a la formulación teórica de los problemas, a nivel académico o incluso político o gubernamental. Me refiero a que el debate público deje de discutir sobre la frustración, las ilusiones, la furia, el enojo, el terraplanismo o la venta de órganos, el comunismo o la dolarización, para asumir los problemas profundos de la Argentina, de forma constructiva.

Me refiero a problemas públicos clásicos, que se formulan y estructuran a partir de la identificación de los intereses de los actores y sectores involucrados (vale decir, interesados), el respeto a sus intereses precisamente qua intereses, esto es, sin cualificaciones morales o metafísicas (“los argentinos de bien contra los orcos”, etc., el planteo más o menos democrático del problema, donde cada uno acepta que el otro está ahí y tiene también derechos, donde cada cual pone su punto de vista y define qué cosas pone en juego, qué valores defiende y que cosas procura. El establecimiento de un marco común, reglas de juego, normas de comportamiento. Y en definitiva, la discusión de políticas sobre la base de consensos básicos, elementales.

¿A qué consensos me refiero? Una política exterior sensata, equilibrada, alineada a la estrategia histórica que tuvo el país, seria, respetada, influyente y exitosa. Una política de apertura comercial inteligente. Una reforma tributaria que alivie la actividad y sobre todo que premie la inversión. Una reforma previsional que recupere la sustentabilidad para las cuentas públicas y la justicia para los jubilados. Una genuina reforma del Estado y la administración. Una reforma del régimen de coparticipación, para recuperar un federalismo real y justo. Una reforma laboral y una modernización de las relaciones de trabajo, que aliente la actividad.  Una política de atracción de capitales e inversiones, creación de empresas, actividad productiva y trabajo. Una política seria de inversión pública, que modernice la infraestructura, energía, transporte, comunicaciones. Todas cosas que parecen utópicas, lejanas o que por ideología (o mala conciencia) han sido defenestradas, a pesar de que son, todas, elementos obvios de la organización básica de cualquier país normal del mundo.
¿Cómo hacer para devolver a estas cuestiones su lugar en la discusión política? No sé, por mi parte sólo intento no dejarme llevar por el canto de sirena de la tecnopolítica, de este nuevo populismo aberrante, y volveré una y otra vez sobre la necesidad de que retomemos la agenda del desarrollo.

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