En la fría tarde del 15 de agosto de 1972 reinaba el misterio, una frenética actividad, charlas susurrantes y puro nerviosismo en la Unidad Carcelaria 6 de Rawson, la capital de la provincia de Chubut.
Más de 100 guerrilleros detenidos en el penal estaban a punto de fugarse y dejar en ridículo a la enésima dictadura militar que azotaba a la Argentina. Gobernaba el país el dictador de turno, el general Alejandro Agustín Lanusse, que estaba a punto de sufrir un doble golpe político mortífero. Por un lado, se le iban a fugar de su cárcel las conducciones de tres organizaciones guerrilleras y, por otra parte, la Armada Argentina los asesinaría seis días después, sumiendo a la dictadura en una crisis política que no podría superar. Apenas siete meses después de los crímenes, la Revolución Argentina -tal como la había denominado el general “Caño” Juan Carlos Onganía- convocaría a unas elecciones en las que triunfaría el Frente Justicialista de Liberación, cuyo núcleo político estaba conformado por el peronismo, que había sido derrocado por otra dictadura 18 años antes. Así le ponían el moño a otro resonante fracaso.
Mientras tanto, los conspiradores ejecutaban un plan tan sencillo como temerario. Un auto y tres camiones iban a transportar a los jóvenes (algunos, no tanto) al aeropuerto e iban a abordar el avión de Aerolíneas Argentinas que regresaba desde Comodoro Rivadavia a Buenos Aires, desviándolo a Santiago de Chile, donde suponían que el presidente socialista Salvador Allende les otorgaría un salvoconducto para viajar a La Habana.
Un pañuelo que sí, tres camiones que no
El primer paso de la operación se ejecutó con precisión a las 17:00, cuando un miembro de la organización pasó por el frente del penal llevando un pañuelo rojo, que significaba que el avión había despegado de Aeroparque. Se esperaba que aproximadamente las 18:00 el mismo militante volvería a pasar luciendo un pañuelo blanco, la señal que informaba que la aeronave estaba llegando al aeropuerto de Trelew. Este paso se atrasó un poco, pero a las 18:20 la señal llegó. A las 18:30, 60 guardiacárceles habían sido reducidos sin mayores problemas y el penal ya estaba tomado, sólo faltaba llegar a la guardia. Cuando el grupo de vanguardia llegaba a este lugar, el cabo Juan Valenzuela les dio la voz de alto. En el breve tiroteo que siguió fue abatido. En ese mismo momento, llegaba el Falcon a la entrada del penal.
Cerca de las siete de la tarde salieron los primeros guerrilleros a la entrada del penal, pero sólo el Ford Falcon -que piloteaba Carlos Goldenberg- estaba allí. De los camiones, ni noticia. Subieron al auto Mario Roberto Santucho (Ejército Revolucionario del Pueblo); Domingo Menna (ERP); Enrique Gorriarán Merlo (ERP); Marcos Osatinsky (Fuerzas Armadas Revolucionarias); Roberto Quieto (FAR) y Fernando Vaca Narvaja (Montoneros). Osatinsky propuso en ese momento ir a buscar a los camiones y lo hicieron, pero no los encontraron.
El responsable de los camiones, Jorge Omar Lewinger, había confundido una señal y había ordenado la retirada de los tres vehículos. Cuando se dio cuenta del error, después de recorrer unos diez kilómetros, volvieron. Pero a esa altura ya no era posible la fuga masiva. Los tres choferes se dispersaron y, días más tarde, eludieron el cerco que levantaron los militares para atrapar a los posibles fugitivos.
A las 19:25, los ocupantes del Ford Falcon llegaron al aeropuerto de Trelew. Entraron precipitadamente, porque no tenían el avión a la vista y lo vieron en la cabecera de la pista. Volvieron al Falcon y aceleraron hasta allí. Cuando se disponían a subir, Alejandro Ferreyra los apuntó con su arma, creyendo que eran militares y casi les disparó.
Los guerrilleros subieron al avión y esperaron diez minutos más, con la esperanza de que sus compañeros llegaran, lo que no ocurrió. Mientras tanto, 19 de sus compañeros habían logrado abordar varios taxis y arribaron al aeropuerto momentos después de que el avión despegara, a las 19:45. Éstos tomaron la terminal aérea y se atrincheraron en distintas posiciones.
Enseguida, llegaron tropas de la Armada, procedentes de la Base Almirante Zar, cercana al aeropuerto. Comandados por el capitán de corbeta Luis Sosa, los marinos exigieron la rendición incondicional de los insurrectos. Entretanto, éstos habían decidido entregarse, no sin antes exigir la presencia del juez federal de Rawson, Alejandro Godoy; de un médico, que finalmente fue Atilio Viglione, un radical que fue tres veces gobernador de Chubut y del periodismo.
Allí mismo, a las 21:00 María Antonia Berger (FAR), Pedro Bonet (ERP) y Mariano Pujadas (Montoneros) concedieron una conferencia de prensa a los medios locales. La charla duró unos 50 minutos, hasta que Pujadas salió desarmado para reunirse con el capitán Sosa, que le comunicó que debía llevarlos a la base aeronaval Almirante Zar, a lo que los guerrilleros se negaron, alegando que allí no estaban garantizadas sus vidas. Sosa les prometió entonces que volverían al penal.
Acompañados por Godoy, por el abogado radical Mario Amaya y por dos periodistas, los fugados subieron al ómnibus de la Armada, gritando cada uno al subir su nombre y el de su organización frente a las cámaras de televisión. Cuando el vehículo arrancó, Sosa ordenó al chofer que tomara el camino a la base en la que no prestaba servicios habitualmente. Cuando llegaron allí, obligó a descender al juez, a Amaya y a los periodistas.
Ellos vieron el sol…(Huerque Mapu)
Los guerrilleros se quedaron solos y quizás algunos sospecharon en esos momentos su destino. Alfredo Kohon, Carlos Astudillo, Alberto Camps, María Antonia Berger y María Angélica Sabelli, de las FAR; Mariano Pujadas, Ricardo René Haidar y Susana Lesgart, de Montoneros; Alejandro Ulla, Ana María Villarreal, Carlos del Rey, Clarisa Lea Place, Eduardo Capello, Humberto Suárez, Humberto Toschi, José Mena, Mario Delfino, Miguel Ángel Polti y Pedro Bonet, del ERP, fueron alojados en los rudimentarios calabozos de la base aeronaval.
Pasó una semana hasta el 22 de agosto, en la que los prisioneros recibieron todo tipo de maltratos y torturas físicas y psicológicas. A las 3:30 de ese martes, los guerrilleros fueron despertados y obligados a pararse frente a sus celdas, mirando hacia el piso y en silencio.
El momento había llegado.
Con escaso derroche de valor, los oficiales de la Armada Luis Sosa, Emilio del Real y Roberto Bravo, secundados por el cabo Carlos Marandino, abrieron fuego con sus ametralladoras PAM. Algunos militantes murieron allí mismo, en esos momentos. Los demás se tiraron dentro de sus celdas, algunos ya heridos. Bravo fue personalmente a la celda diez, adonde había dos militantes con vida. A uno de ellos le preguntó si iba a declarar y éste contestó que no. Inmediatamente, al primero le disparó en el estómago a sangre fría y luego dirigió su arma contra el otro y también lo abatió. Luego, los marinos dejaron a los heridos en el piso, con la intención de que se desangraran.
En la mañana, cuando ya habían pasado al menos cuatro horas desde el incidente, llegaron los médicos y comenzaron a curar a los sobrevivientes. Se llevaron a seis heridos: Haidar, Berger, Camps, Astudillo, Kohon y Bonet. Al mediodía, al menos ocho horas después del fusilamiento, los tres primeros fueron trasladados al hospital naval de Bahía Blanca. A los otros tres los dejaron morir. Bonet fue el último.
La dama de los ojos vendados mira por la hendija, por lo que está duda su majestuosidad y se amontonan las peculiaridades.
Por una extraña coincidencia, el secretario del juzgado cuyo titular era Alejandro Godoy tenía como secretario a Luis Maza, cuyo hermano Emilio fue uno de los fundadores de la organización político-militar peronista Montoneros. De todos modos, este Maza no compartía las ideas de su hermano.
Otra particularidad fue que el juicio contra los asesinos de Trelew se produjo cuarenta años después. El siete de mayo de 2012, la Justicia sentó por primera vez en el banquillo de los acusados a los oficiales Luis Sosa, Emilio del Real, Jorge Bautista y Rubén Paccagnini y al suboficial Carlos Marandino. Insólitamente, Bautista y Paccagnini fueron absueltos.
Hay una tercera particularidad y es que el capitán Roberto Bravo jamás fue enjuiciado en Argentina. Hace unos años fue localizado en Miami (EEUU) y fue procesado por un juez norteamericano, que lo condenó a pagar 27 millones de dólares a los deudos de los que asesinó. Justicia de millonarios. Bravo había buscado la impunidad en el país del norte, que se negó a extraditarlo en varias ocasiones.
Hay una cuarta historia “extraña”. El capitán Sosa pasó a la clandestinidad, al estilo guerrillero ya a fines de 1972. Fue ubicado por policías chubutenses en Buenos Aires en 2010 y detenido.