En estos días que corren, en los procelosos mentideros de la City, algunos dan por hecho que un posible acuerdo con el Fondo Monetario Internacional sólo sería posible si previamente se produjera el despido del inefable ministro de Economía, Luis Toto “Kaput”. El antecedente más inmediato de la tortuosa relación del funcionario con el organismo se produjo el 25 de septiembre de 2018, cuando éste debió renunciar, entre acusaciones y denuncias cruzadas sobre su desmedida afición a la “timba” financiera y a los subrepticios movimientos de fondos “accipitriformes”, que asuelan economías e inquietan permanentemente a los bancos centrales de numerosos países.
El “staff” del FMI habría exigido entonces al presidente Mauricio Macri el apartamiento de su ministro preferido, dada su inclinación a tan cuestionables prácticas. En estos días se repite la historia. La especialidad de la que hace alarde el ministro de Economía consiste en conseguir plata. Su relación con los circuitos del dinero ¿malhabido? suele reportarle el éxito, aunque 2024 haya sido su peor año. Donde no hay fuego no se puede vender humo.
De todos modos, si se mirara la historia de los últimos 68 años, se podría deducir que nunca fue fácil la relación de la Argentina con el organismo, que fue uno de los mayores obstáculos para su crecimiento económico, debido a su permanente exigencia de ejecutar profundas restricciones en la economía nacional.
La relación con el FMI, al que adhirió nuestro país en 1956, en medio de la feroz dictadura impuesta tras el derrocamiento del General Juan Domingo Perón, transcurrió sin querellas con los gobiernos de tinte liberal-conservador, pero entró en serios cortocircuitos con los gobiernos que promovieron la industria, el consumo interno y la distribución equitativa de los recursos provenientes de la actividad económica.
Por estas razones, los gobiernos como el actual, que encabeza el extravagante libertario Javier Gerardo Milei, deben apelar a abstrusas explicaciones cuando deben rendir cuentas de sus acciones económicas. ¿Cómo se explica el industricidio en un país que siempre promovió la producción nacional cuando contó con gobiernos nacionalistas? ¿Es perjudicial la industria nacional para la vida económica? ¿Los obreros y los industriales organizados atentan contra “el ser nacional”, según argumentó alguna vez el último de los dictadores, Jorge Rafael Videla?
Pequeñas historias
La Argentina ocupa dentro del organismo multilateral de crédito el puesto 32, entre sus 190 países miembros. Su participación en el capital del FMI equivale al 0,67% del total, lo que le otorga derecho al 0,66% de los votos. De todos modos, en la jurisdicción en que figura Argentina, que incluye además a Chile, Bolivia, Perú, Paraguay y Uruguay, el nuestro es el país con mayor peso, por lo que el representante argentino ocupa a menudo uno de los 24 lugares en el directorio del organismo, como titular o suplente, de manera alternada con los países nombrados.
Aún así, Argentina lleva 43 de los 68 años transcurridos desde la adhesión a los Acuerdos de Bretton Woods, que significaron su ingreso al FMI, bajo acuerdos con el organismo. Desde 1956, existieron 23 acuerdos -21 stand by y dos de facilidades extendidas-, los cuales fracasaron todos. Este permanente estado de renegociación es una de las causas fundamentales del retraso económico de nuestro país.
Hasta enero de 2006, cuando Néstor Kirchner canceló anticipadamente la deuda argentina con el FMI, sólo durante nueve años nuestro país había estado “libre de FMI”. Éstos transcurrieron entre 1964-1965, con Arturo Illia y el siguiente fue el período 1973-1976, durante los mandatos de Héctor J. Cámpora y el General Juan Domingo Perón, que canceló también anticipadamente la ínfima deuda que guardaba la Argentina con el organismo. Hubo otros cinco años sin acuerdos, que correspondieron a gobiernos dictatoriales, que de todos modos, solicitaron acuerdos stand by con el organismo, para acceder a otros mercados de deuda.
Entre 1982 y 2004, Argentina estuvo sobreendeudada con el organismo. Recién en 2005 llegó un año sin acuerdos con el FMI, luego que en 2004 Argentina suspendiera el stand by, para renegociar libremente sus obligaciones de pago. Entonces, pagó la deuda y quedó liberado de la inspección y la desaprobación de los burócratas de Washington.
¿Lo mismo para un barrido que para un fregado?
Para muestra, dicen, basta un capullo. El primer acuerdo argentino con el FMI se realizó en abril de 1957 y llevó la firma de otro inefable: Adalbert Krieger Vasena, que años después fuera nuevamente ministro de la dictadura que encabezó Juan Carlos Onganía. Pero lo interesante en esta primera carta de intención fueron las condiciones que exigió el organismo: con un período de repago de cinco años, se solicitaba a nuestro país “volver a una mayor libertad económica” y resolver el déficit en la balanza de pagos en el área del dólar. De todos modos, misteriosamente, el Banco Central siguió perdiendo reservas en dólares con esa fórmula, a pesar de tantos teóricos, profesores de economía e inteligentes ministros y funcionarios, que tomaban dinero prestado, para no resolver los problemas que habían provocado la necesidad de salir a buscar crédito externo.
Paralelamente, la dictadura de 1955 derogó el régimen de nacionalización de los depósitos bancarios (sólo se podía poseer dinero argentino); modificó la ley de bancos y las cartas orgánicas de los bancos estatales más importantes, que eran el Banco Central, el Banco Hipotecario Nacional, el Banco Industrial y la Caja Nacional de Ahorro Postal. También, como corolario de la desnacionalización de la economía, liquidó el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI), que tenía injerencia en el comercio exterior argentino.
El hoy, como el ayer, a la deriva
Repentinamente, Javier Gerardo Milei se acristianó. En un país a la deriva, se sentó a esperar el milagro. Su única virtud es, por estos días, su convicción en los principios del liberalismo acérrimo. No sabe nada de política, ni de economía, ni de mercado interno, ni de industria, pero tiene convicciones y las mantendrá a rajatabla, aún en contra de la realidad. ¡Vamos por el iceberg!, hubiera dicho en su lugar el capitán Edward John Smith, mientras el Titanic surcaba las aguas tempestuosas del Océano Atlántico Norte rumbo al final.
Su único acierto político fue, hasta hoy, la quimera del blanqueo, que salió bien. Pero fue un milagro de corto recorrido, que en un país sobrepoblado de evasores tenía posibilidades de éxito.
Desde allí, todo fue una colección de sinsabores, que sólo se disimulan por la absoluta protección mediática, que encuentran el esplendor adonde reina el caos y festejan el éxito adonde sólo medra el fracaso. Allí, el filosófo coreano radicado en Alemania, Byung-Chul Han, planteó que “la comunicación digital acentúa el aislamiento personal. Se da la paradoja de que los medios sociales socavan lo social”…, para plantear luego que “estamos estupendamente interconectados, pero nada nos vincula a unos con otros. El contacto sustituye a la relación. No tenemos trato. Vivimos en una sociedad en la que no nos tratamos”.
Entretanto, el sujeto de la economía se encuentra paralizado por el miedo y la angustia. Estos estados del alma impiden la aparición de la esperanza, de la cual nacen todas las virtudes. Pero, según plantea el filósofo coreano radicado en Alemania, Byung-Chul Han, “la esperanza más íntima nace de la desesperación más profunda”.
Finalmente, el coreano plantea que “sin tinieblas no hay luz”. ¿Una descripción de lo que vendrá?