Duhalde hizo síntoma en uno de sus últimos hits: “Gobernar para los que quieren a Videla y para los que no lo quieren”. Ésa fue su traducción brutal de que “hay que ser un presidente de todos”. Pero hay un problema: esa frase estaba incompleta. Y se completaría así: los que quieren a Videla preso, y los que quieren a Videla libre. O sea, Videla no es sólo un problema de pasiones desencontradas, sino que atañe una decisión concreta: hay que estar de un lado o del otro de la frase. ¿Cómo se hace no sólo para ser el presidente de todos sino alguien que representa a ese todos, figurado entre esas dos posiciones irreconciliables?
Pero Duhalde son muchos Duhaldes, que se desnudan a lo largo de la historia. Sin embargo, en los últimos días, asistimos a la pobre consagración de una figura que intenta desde la tribuna de un almuerzo con Mirtha Legrand complacer a los sectores medios, a esa maldita clase media, con el aspecto de un estadista capaz de reivindicar en un mismo gesto a Frondizi, a Perón, a Balbín y a todas esas figuras a las que sólo la historia naturalmente vuelve herbívoras.
Hay un recuerdo caro a la emoción de este cronista: el recuerdo de la que fue, quizás, la mejor frase duhaldista. Corría el otoño del gélido 2002, y el entonces presidente, desolado, frente a un micrófono del oscuro Canal 26, mientras se negociaba entre bambalinas y con todas las de perder con el FMI, hundido en la silla con las patitas colgando, tomó aire y dijo: “Una crisis es un momento donde todos tienen razón”. Duhalde había llegado puesto a dedo por una asamblea, que a su vez era el árbol deshojado de una clase política a la que le soplaban al oído “que se vayan… todos”. ¡Ahí ya estaba el “todos”! Pero él tenía que poner esa totalidad al otro lado del campo de juego. No se tenía que ir nadie. Y todos tenían razón. Ésa era la cuenta.
Sólo el clima de 2002 explica la ambigüedad de esa frase, que dejaba vacante la solución real de la crisis: la evolución de una crisis se trama alrededor de dirimir quiénes tienen más razón.
Toda la clase política en 2002 puso a Duhalde ahí. Su figura podía arrastrar las virtudes y la forma de un peronista de los años 90 que, a la vez, en nombre de una tradición ortodoxa, había significado un límite a Menem. Incluso un límite más ideológico que el de la Alianza. Duhalde presidente dejó en pie algunos no: se me ocurre al azar el “no a la dolarización” y el no digno al fallido golpe de Estado a Chávez en abril de ese año, durante la noche eterna que duró. Dos gestos diversos que se suman a la virtud de haber impulsado el plan Jefes y Jefas de Hogar. Pero el asesinato cruel de dos militantes como Darío y Maxi signó la evaluación inmediata de su año y pico de gobierno, y el quiebre definitivo de su gobierno. Duhalde había puesto sus muertos sobre la mesa.
La conclusión podría ser que Duhalde nunca supo quién es y, por las dudas, mitigó esa pesadilla identitaria de un modo casi banal: dibujando para sí una especie de capacidad de representación desproporcionada, un político “normalizador” que, en nombre de todos, puede reconducir a un desdichado país al destino glorioso de quienes están “condenados al éxito”. Pragmático, socialcristiano, menemista con fecha de vencimiento, de las entrañas del conurbano indomable, Duhalde es un político del orden, cuya consagración la vivió el país ocupando el rol igual que como decía el boletín de la escuela: si no había padre, había “tutor o encargado”.
Duhalde no duerme en paz. Y cada tanto ensaya un intento clarificador sobre su identidad borrosa. Ahora, midiendo los espacios vacantes, después de un veranito en una caverna de derecha junto a la impresentable Cecilia Pando, se prueba el traje del estadista que aquieta las aguas de la clase media. Papel que nadie le pide, y que las encuestas se encargan de convertir en cenizas. Su eterna misión de piloto de tormentas ahora lo encuentra soplando agua de un balde, agitando las manos y alertando como el pastorcito del cuento sobre un lobo que es él mismo.