La maldición del dólar

La maldición del dólar


La Argentina tiene dos monedas: peso y dólar. Por ley, no hay más que una: el peso. Sin embargo, el dólar –que sólo debería servir para exportar e importar-se usa para comprar y vender aquí, directamente en "verdes" o en pesos al cambio del día.

Es es el resultado de lo que hicieron, desde hace años, sucesivos gobiernos: combatir la inflación con política cambiaria.

Cuando los precios se disparan, los funcionarios abaratan el dólar y el consumidor está, por un rato, de parabienes: los productos importados cuestan menos que los nacionales, y los fabricantes argentinos tienen que hacer rebajas para poder competir.

Para abaratar el dólar, los gobiernos recurren a distintos mecanismos. Pueden hacerlo mediante una "tablita". O con una nueva moneda. O con "convertibilidad". O, como en los últimos tiempos, "administrando" el tipo de cambio: el Banco Central cuida que dólar no alcance su valor real.

Este último procedimiento retarda, pero no evita, las consecuencias negativas del abaratamiento.

Con los otros, la crisis llega en aluvión. Unas industrias habrán despedido personal para bajar costos y competir con lo importado. Muchas no habrán podido bajar más y quebrarán. La consecuencia es el desempleo.

Los funcionarios celebran calladamente: si hay desocupación, quien está en la calle acepta cualquier sueldo con tal de tener trabajo, y el que yo lo tiene no exige aumento por temor a que lo echen. Eso, se supone, ayuda a que la inflación se rinda.

Todo se vuelve cada vez peor. La producción se estanca 2y la pobreza aumenta. Exportar más no se puede: si hay dólar barato, hay peso caro; por lo tanto, los costos internos (que son en pesos) suben mucho. Y los exportadores no pueden cubrirlos, porque deben competir, en los mercados internacionales, con empresas que tienen costos más bajos.

Cada vez entran menos dólares al país y, para conseguir divisas, los gobiernos lo endeudan. Mientras, los inversores hacen ayuno, y la falta de inversión deprime aun más la economía.

Hoy no se ha llegado a ese punto, entre otras cosas porque la soja todavía aguanta el dólar barato y la importación se está frenando a como de lugar.

Sin embargo, no será fácil contener el desborde monetario. Cuando las empresas saben (y la gente intuye) que el dólar barato no puede durar, todos corren a comprar dólares.

Los gobiernos, entonces, empiezan a combatir la diabetes con azúcar.

Primero, eligen un chivo expiatorio: la especulación, o la fuga concertada de divisas, o una conspiración política.

Acto seguido, convierten la compra de dólares en un crimen, o inventan un "corralito", o establecen controles a la exportación, o nacionalizan el comercio exterior. Eso no sólo crea un mercado negro: destruye la confianza que se pretendía lograr y deja al país sin el combustible del crecimiento: las inversiones.

La debacle no para allí. Fracasado todo, llega una devaluación tardía que se cobra innumerables víctimas; y si la inflación aún respira, recobra fuerzas para tornar, en poco tiempo, inútil todo el sacrificio.

Cuando la inflación se combate con política monetaria y fiscal,
los efectos son más lentos y el gobierno no logra la popularidad que disfruta aquel que baja la inflación de golpe y hace creer que la estabilidad será eterna.

No obstante, ese éxito instantáneo es perecedero. La inflación, combatida con dólar, vuelve de la muerte.

Imponer una disyuntiva de hierro ("exportación o estabilidad") es el modo de parar la economía y conspirar contra el desarrollo social.

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