Siempre hubo diferentes criterios acerca de los alcances de la autonomía porteña. Ya en la Convención Constituyente porteña de 1996, los bloques que luego conformaron la Alianza sostuvieron la tesis de autonomía plena en una interpretación excesiva del artículo 129 de la Constitución Nacional y culparon a la ley Cafiero de amputarles derechos a los porteños.
Desde el peronismo porteño –que es nacional, popular y federal aunque sea porteño– valorábamos el despegue hacia la autonomía sabiendo que iba a requerir mucha construcción institucional y tiempo de maduración. La afirmación unilateral de independencia nos parecía una ficción sin anclaje en la realidad. Por ello los convencionales justicialistas planteamos nuestras disidencias, si bien privilegiamos el consenso estratégico y todos juramos el texto de la “Constitución como Estatuto Organizativo de la Ciudad de Buenos Aires” (sic en el también discutido Preámbulo).
Nadie entonces quería dar batallas rupturistas, ni lo quiso nadie los años subsiguientes durante los cuales todos construimos –a partir de debates, gestiones y convenios– los pasos hacia una progresiva autonomía, incluyendo la modificación parcial de la ley Cafiero y las sucesivas transferencias de competencias penales. Cada convenio fue validado en ambas jurisdicciones y recorrió diferentes etapas de implementación.
Justicia, policía, juego, transporte, registros de la propiedad y de personas jurídicas, desplazamientos poblacionales, área metropolitana, coparticipación federal, matrículas profesionales, contaminaciones varias, todos son temas trascendentes de interés mutuo, y al menos los dos primeros fueron implementándose razonablemente, sin “ninguna escena, ningún daño”.
Que se haya trabado luego el acuerdo entre partes, y mutado el conflicto hacia una batalla mediática que incluye agravios y desplantes, suspende el proceso de construcción iniciado hace tres lustros.
En el campo del Derecho hoy se valora cada vez menos la confrontación y más la negociación, aun en los conflictos de alta complejidad. Unánimemente se enarbola el diálogo como método principal de la democracia.
Sin embargo, nos hemos quedado todos empantanados en una pelea a contramano de todos los discursos, que no nos deja margen de construcción.
La sociedad no valora positivamente los contrapuntos de reproches (aunque en TV dan rating, no es así en política); más bien se preocupa por su presente de incomodidades y el futuro con incertidumbres. No hay Samorés a la vista, ni es rol de la Justicia reemplazar a la política, aunque a algunos jueces les encante hacerlo. Y aquellos ultraautonomistas del ’96… ¿dónde están?
Tenemos que volver a pensar la construcción institucional: racionalmente y en equipo, evaluando temas y posibilidades, haciéndonos cargo de los diversos intereses e ideas, y desde allí conciliar proyectos viables y equitativos, pasibles de ser desarrollados en un tiempo programado, minimizando los costos humanos y materiales.
Asumir el siglo XXI no es lo mismo que pensar en el 2015. Los porteños tenemos que seguir intentando –sin prisa pero sin pausa– la construcción progresiva de una Buenos Aires Ciudad Autónoma, con atribuciones como una provincia y también con los límites de un distrito federal.
*Defensora del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires.