Uno podría decir, viendo ciertas noticias, que el sueño macrista está tocando fondo. Y sería, al menos, exagerado. Pero el amarillo patito que prometía, desde Buenos Aires, construir un proyecto político poskirchnerista, comenzó a ofrecer el verdadero sentido de su color: como las hojas en otoño, es un amarillo de algo que envejece. La saga de mentiras, delaciones, escuchas, envuelve a un gobierno que casi se sentía ajeno a la política. Que se tapaba la nariz cuando se decía esa palabra. Hoy, mientras muchos se regodean del “eco siciliano” del apellido Macri o de que la promesa de una nueva policía que aún no puso un sólo oficial en la calle ya se haya cobrado dos jefes, dan ganas de decir: bienvenidos, señores, al fin de su luna de miel. Bienvenidos a la política argentina. Barro, tal vez. Claro que no podríamos cometer el error de creer ingenuo a nadie. Todos los reyes de la política nacional están desnudos.
No quiero decir que el PRO se acaba, ni que las chances de Macri de llegar al sillón de Bernardino se hicieron trizas, pero esa imagen impoluta de lo nuevo empezó a hacer agua. PRO, Macri, Rodríguez Larreta y Gabriela son nombres que ya forman parte estelar de la “vieja política”, a la que pegarle se ha vuelto un deporte bien nuestro.
Pero si hacemos historia, vemos que algo se repitió: La Ciudad, con el PRO, como cuando se inició el ciclo de la Alianza, se mostró en 2007 como el distrito que adelantaba el futuro signo político del país, que sobrevendría al kirchnerismo. Y mientras eso aún se disputa, ya hay quienes hablan del posmacrismo. Veamos.
Aquella Buenos Aires progresista y díscola que se oponía al menemismo, que no había sido la más golpeada por él pero que se eclipsaba en un porvenir con mayor transparencia y preocupación social, ponía no sólo a su “hombre” en la intendencia porteña, sino que ganaba un distrito clave del corazón bonaerense: Morón. Como un derrame de esa Alianza que lanzaba su “desafío Ala” en la política, Martín Sabbatella ganaba una intendencia inesperada 10 años atrás. Y allí nacía un mito: la oveja blanca de la familia bonaerense que, con gestión honesta, sensibilidad social y tino político, condujo a ese municipio a un futuro relativamente mejor. Sabbatella
sobrevivió a 2001, a la transición duhaldista, al kirchnerismo. Y sigue.
El ocaso progresista porteño encarado por Ibarra, tras el sobresalto afrancesado, dio vuelta ese escenario prometedor, para que 10 años después nos encontremos con uno inverso: un gobierno porteño de centroderecha que promete ir por todo. Pero un envejecimiento prematuro de la experiencia de PRO ya abre una (desesperada) expectativa de reconstruir el progresismo local. ¿Qué ayuda más? ¿Que Sabbatella sea parte de esa virtual recomposición o que otro con más historia, como Pino Solanas, se involucre del todo para poner otra vez la Ciudad en su orden? Orden y progresismo rezan esas banderas. Ojalá esta vez el vino sea del mejor.
Esa decisión de vertebrar el proyecto progresista alrededor
de figuras así, con todo adentro (kirchnerismos y antis, izquierdas e independientes), meditada entre gallos y medianoches, que consideramos un tanto desconcertante para propios y ajenos, anuncia que Buenos Aires empieza a moverse mirando el banco de relevos. A su vez, en la Argentina la realidad indica que progresismo sin peronismo es una palabra hueca, que no sabe de transformaciones, que no se pudo sustentar sola, y que puede ser una postura ganadora
pero asimilable al PRO en el dolce far niente. Y además, que en materia de nombres nada está dicho. Por lo menos eso. Nada menos que eso.