El 14 de septiembre se volvió a abrir al público el renovado Parque Centenario. El fin de semana siguiente miles de personas desbordaron el parque y los medios dieron cuenta de la inconducta cívica de muchos vecinos, que no les importó tirar la basura en cualquier parte. El Gobierno porteño no había programado el servicio de limpieza y recién el lunes siguiente un operativo de 100 personas dejó el parque en condiciones.
El fin de semana siguiente las cosas fueron distintas. La tranquilidad del domingo se quebraba por los sonidos de silbatos que provenían de distintos sectores del parque. Personal de una empresa de seguridad privada expulsaba a diestra y siniestra a quien osara pisar el césped. Niños de menos de diez años jugando sobre el césped aprendían a fuerza de pitidos y manotazos en el aire las nuevas reglas. Familias que venían con sus canastas para hacer un picnic debían conformarse con sentarse en algunos de los pocos bancos que quedaban libres. Los menores eran confinados al único lugar donde podían correr sin ser amonestados: un arenero atiborrado con dos juegos escasos.
Otros más "pandilleros" habían subido a un promontorio donde se ubica una figura alada, de dónde también fueron corridos por personal de seguridad.
Al preguntársele por qué echaban a la gente del césped, un empleado dijo que tenía órdenes de arriba de impedir que la gente pisara el césped, justificándose en que si no la gente destruiría todo.
Lo interesante fue que allí mismo surgieron vecinos que se mostraban a favor y otros en contra. Por un lado había vecinos que temían perder el buen estado de conservación que se mantenía desde la inauguración, y por ello no dudaban en admitir la prohibición de pisar el césped. Otros vecinos, en cambio, frustrados por no poder siquiera tirarse a tomar sol, cuestionaban la arbitrariedad de impedir un uso pacífico y prudente del césped.
Mientras tanto, el resto de la gente aceptaba mansamente la prohibición, haciendo largas filas para avanzar por los a veces estrechos senderos "habilitados".
Toda esta situación se convierte en una enorme paradoja. ¿Es que acaso el Estado no es capaz de encontrar un justo medio? ¿Por qué tienen que pagar justos por pecadores? ¿Qué funcionario dentro del Gobierno de la Ciudad se atribuye la potestad de negar el acceso al césped?
Aunque sin haber trabado conversación con el Jefe de Gobierno, me atrevo a decir que una orden en este sentido se da de bruces con el concepto amplio que ha esbozado en más de una oportunidad sobre sus aspiraciones a que el espacio público sea usado y vivido intensamente.
Sin lugar a dudas, algún funcionario menor ha estimado más prudente ahuyentar a los paseantes que tomarse el trabajo de replantar césped. De seguir con este criterio la tan mentada recuperación del espacio público se tiñe de aspiración monárquica, en virtud de la cual el espacio público es un "regalo" que hace el Estado al pueblo, pero con la limitante de poder verlo pero no tocarlo. Nada más alejado de un concepto moderno y democrático de utilización del espacio público, donde se trata de brindar las condiciones adecuadas para que la gente disfrute a pleno del lugar, sin que ello suponga, y esto lo resalto, tolerar abusos o conductas dañinas por parte de usuarios desaprensivos.
Es aquí entonces donde la intervención del Estado debe darse. Porque la auténtica tarea de un cuidador de plaza es acomodar los usos para que ninguno vaya en detrimento de otro, y reprender las actitudes abusivas.
Esta dificultad que tiene el Estado para conseguir el punto óptimo, el bien común, es una tensión permanente en cuestiones que hacen al uso del espacio público. El Estado pasa de conductas abandónicas a un exceso de celo, lindante en lo irracional. La solución seguramente pase por aprender que la única manera de asegurar la sustentabilidad de un espacio público recuperado será gracias al compromiso de los usuarios y la garantía de un mantenimiento continuo y equilibrado.
* Diputada porteña por Recrear