Si se produce un desorden en el espacio público, sea piquete, vendedores informales o manifestación callejera, la buena práctica indica que primero hay que atender y entender la causa y razón de “los que desordenan”. Y después, racionalmente, ordenar un cauce para que “el desorden” transcurra sin dañar a las personas. Los propios dirigentes de las protestas suelen contener a sus acompañantes para que la sociedad apoye la cuestión y el funcionario que corresponda escuche la petición.
Algunas veces los funcionarios logran reordenar la situación. Otras veces no escuchan. Igual, más tarde o más temprano, la democracia obliga a dialogar.
Sin embargo, no ha faltado ocasión en que las llamadas “fuerzas del orden” multiplican el desorden de una protesta procediendo como si quienes protestan fueran bichos que hay que espantar, tirarles Flit lacrimógeno o algo peor.
Parece que no saben que peticionar a las autoridades es un derecho constitucional, que debe ser respetado y no reprimido.
La manifestación o el piquete tiene una lógica: demandar a un área (o ministerio) algo que este no quiere, no sabe o no puede satisfacer. Instaurada la contradicción, debe aparecer una terceridad componedora que genere alternativas. La única terceridad que no debiera inmiscuirse es la policial. Porque la protesta o el reclamo no son delitos.
El orden democrático incluye un razonable y previsible desorden hijo de las libertades públicas y de los derechos constitucionales: a peticionar, reunirse o hacer huelga. Bajo el paradigma de las garantías democráticas, el orden no se consigue por la fuerza sino por el diálogo y la razonabilidad. Y el diálogo fructifica cuando hay encuentro y una mesa de razones.
Veredas, calles o plazas no son propiedad de los mandatarios, sino de los mandantes, que son los ciudadanos que los votaron y que tienen el derecho a pasear, a divertirse, a vender sus artesanías y también a protestar.
Se habla mucho del “Estado ausente”. Es un concepto de doble filo: es malo si está ausente cuando debería hacer vigentes los derechos sociales, puesto que el Estado es el garante de ellos; pero sería bueno que ausente a sus “fuerzas de seguridad” de las manifestaciones públicas, mientras persistan bajo el paradigma represivo. La presencia policial, con cascos, botas y armas de combate, genera atmósfera de amenaza. Represión y violencia no son los métodos para tratar reclamos sociales. Curiosamente, las “fuerzas del orden” tienen grupos especiales capacitados para negociar con delincuentes armados –en tomas de rehenes o motines– y, sin embargo, carecen de personal capacitado para dialogar con la gente común cuando reclaman en la calle sus derechos.
El enojo no es delito. La protesta tampoco. Lo repetiremos una y mil veces. Lean las convenciones de derechos humanos: el Estado tiene obligación –a través de sus funcionarios– de prevenir los hechos y proteger a todas las personas sin discriminación alguna.
¿Cuál es el tipo de orden que necesitamos en el espacio público? Ni mano dura ni viva la Pepa. Y tampoco el relato idílico e irresponsable de las libertades absolutas sin reglas de juego.
Recuerdo cuando Perón nos advirtió (a los que éramos jóvenes entonces) que las transformaciones se hacían “con sangre o con tiempo”. El Viejo, desde su propio tiempo acumulado, nos instaba sabiamente a valorar la acción perseverante –coherente en el tiempo– con racionalidad y paciencia docente para fundamentar y convencer (persuadir, decía él) sobre la transformación a efectuar. Como jóvenes que éramos no supimos escucharlo. Fue un gran error que costó muy caro.
El orden público es un valor social que no debe eclipsar ninguno de los otros valores democráticos. Entre ellos, los valores de los derechos humanos, que son los que corren siempre el mayor riesgo. Y son los de mayor jerarquía en la cadena axiológica, porque defienden la vida y la dignidad humana.
Estemos alerta ante el resurgimiento de vocaciones represoras o de algunos funcionarios que creen que a los policías hay que cuidarlos más que a la sociedad, a partir de una nueva doctrina trasnochada que felicita al policía que asesinó por la espalda a un adolescente que huía de sus propios delitos.
Buena parte de nuestra sociedad, ante el miedo a la inseguridad y el caos de todos los días, está muy cerca de aplaudir cualquier clase de orden. Como el de la doctrina trasnochada. Pero el riesgo es que comience un “retroceso en cuatro patas”, como diría la inolvidable María Elena Walsh.
La violencia va a contrapelo de cualquier política democrática. Solo excepcionalmente el uso de la fuerza es aceptable para evitar un mal mayor y como último recurso y con estricto cumplimiento de las normas y estándares internacionales. El orden en democracia es un equilibrio entre razones contrapuestas.
Llevamos ya 35 años de democracia. No podemos retroceder. Mejor sería que retrocediera la persona que “inventó” la nueva doctrina policial.