ADN político para un jefe porteño perfecto

ADN político para un jefe porteño perfecto

¿Qué identidad debería tener un Jefe de Gobierno para ser ideal?


Si existiera algo así como un ADN político, ¿qué identidad debería tener un jefe porteño para ser ideal? Habrá quienes, con razón, dirán que para que exista un gobernante ideal, debería haber ciudadanos ideales por aquello de que las sociedades suelen elegir a aquellos representantes que se les parecen. Sin embargo, y he aquí el primer dilema, todos sabemos que tal ciudadanía ideal no existe. Mucho menos en una ciudad cuyos votantes son (somos) cambiantes, sofisticados, volátiles, infieles.
¿No hay salida, entonces?

Max Weber, uno de los fundadores de la sociología moderna, “inventó” los tipos ideales como una forma de interpretar a las sociedades y sus liderazgos. Tipos puros y exentos de ambigüedad que, aunque no se dan exactamente así en la realidad, ayudan a comprenderla. Weber distinguía entre el líder racional, el tradicional y el carismático. Y es justamente de ese tipo puro que hablamos cuando imaginamos un alcalde perfecto para la góndola política de 2011.

Antes de entrar de lleno en semejante ejercicio, quizá sea útil revisar las razones de los porteños para elegir a sus líderes (hablamos, claro, de los años de la democracia); qué cosas valoraron en ellos y qué sucedió con esa relación con el paso del tiempo. Encontramos aquí un mismo e incómodo mecanismo: mucha expectativa inicial (demasiada), luego una época de meseta y finalmente un lento, o abrupto, desencanto.

Fernando de la Rúa, por poner un ejemplo, no perdió una sola elección en la Ciudad hasta que fue expulsado, definitivamente, del paraíso del poder en un abrir y cerrar de ojos, a bordo de aquel helicóptero de diciembre de 2001. Hoy podría ser declarado visitante poco grato.

Aníbal Ibarra fue durante algunos años un niño mimado de la clase media porteña (sobre todo cuando denunciaba al menemismo, en tiempos de antimenemismo furioso), pero terminó eyectado de su cargo por un juicio político. Después vino Jorge Telerman, que parecía llevarse el mundo por delante, pero apenas perdió la primera elección, su figura se diluyó como por encanto. Surgió entonces el ingeniero y empresario eficiente Mauricio Macri, que prometió un cúmulo de maravillas en campaña, pero las encuestas indican hoy que la gente, si bien no le soltó la mano todavía, está lejos del entusiasmo de los orígenes.

“Acá pasan dos cosas: o esos dirigentes nunca fueron tan buenos y sólo fue la expectativa desmedida de la gente que los elevó tanto, que luego inevitablemente esa imagen terminó cayendo (lo que sucede después de toda idealización, cuando las ilusiones no se satisfacen), o son dirigentes normales que son ‘comidos’ sistemáticamente por quiénes los votan”, apunta la doctora en Ciencia Política de la Universidad de San Martín, María Matilde Ollier.

Claro que, más allá de cómo describamos a este electorado porteño y su relación con el jefe, lo cierto es que un político, si es líder, debe tener la capacidad de sacar a relucir lo mejor de la sociedad que conduce. El liderazgo es, también, la cualidad de llevar a los ciudadanos a la visión de sociedad que se está proponiendo desde el poder. De eso, también, se trata la política.

“Creo que sería algo muy bueno que un jefe porteño sea capaz de entusiasmar a la gente con una convocatoria, que parece menor, pero no lo es en absoluto: embellecer la Ciudad. Hay un descuido en Buenos Aires, que no es de este gobierno, sino de todos, que es como si la Ciudad no nos perteneciera. Esa despreocupación se traduce en la suciedad, la dejadez de los edificios antiguos o el abuso en la ocupación del espacio público. Creo que un líder de esta Ciudad debería ser creativo y sostener el emblema de embellecer Buenos Aires para que brille. Y, sobre todo, que los porteños puedan apropiarse de su ciudad”, propone Ollier.

El quiebre del radicalismo, ahora en plena resurrección de la mano de Cobos, también provocó la pérdida de representación de los emblemas de la clase media porteña, un público con memoria larga, que recompensa y valora la consistencia. Cualidades, ambas, que requieren paciencia y una mirada que vaya más allá de las próximas elecciones. Claro que, si tomamos como verdadera la premisa inicial (las sociedades tienen los líderes que se les parecen), lo mejor que podrían (podríamos) hacer los porteños para llegar a tener un jefe político “ideal” –que sea líder, creativo, carismático, paciente, proactivo y honesto– es cultivar esas cualidades soñadas dentro de nosotros mismos.

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