En mí opinión, deberíamos primero entender que estamos viviendo una etapa política de ampliación de derechos democráticos. Es decir, de seguir incluyendo a la mayor cantidad de habitantes en el universo de ciudadanos, otorgándoles derechos cívicos a sectores sociales que hasta ahora no los tenían. Y es en ese marco que se debe buscar la motivación que tiene el proyecto que tenemos sobre nuestras bancas. El inconsistente argumento de algunas voces de la oposición, que pretende encontrar en la especulación electoral la verdadera motivación del proyecto, se derrumba con un dato: en caso de sumarse a todos los jóvenes de entre 16 y 18 años al padrón electoral, este solo aumentaría aproximadamente el 3%.
La discusión acerca de si los jóvenes de entre 16 y 18 años de edad están capacitados para votar, me parece ociosa. La propia evolución antropológica se encarga de resolver esa discusión. A no ser que alguien se atreva a sostener seriamente que hace un siglo, cuando se sancionó la “Ley Sáenz Peña”, aquel joven de 18 años estaba más capacitado que el joven de 16 años de hoy.
Este debate se ha repetido a lo largo de nuestra historia, cada vez que un nuevo actor social fue incorporado a nuestra vida política. Los ejemplos no los doy, porque ya todos los conocen. La tensión se produce entre quienes pretenden monopolizar derechos cívicos, y aquellos que tratamos de que cada vez sean más los sectores de la sociedad que le den más sustento a nuestra democracia.
Convengamos que el de los jóvenes constituye un tema muy sensible, ya que ellos cargan con una fuerte estigmatización social, y si son pobres, peor. Pero como bien dice el proyecto que tratamos, comparten y piensan un modelo de nación, de estado, de economía, y muestran un fuerte interés por cambiar las cosas más inmediatas que los afectan. Por eso me parece positivo que en esta oportunidad, en vez de hostigarlos, les demos el derecho de expresarse electoralmente.
Estoy convencido de que darles la posibilidad de votar a los jóvenes desde los 16 años significaría incorporar a la vida política a uno de los sectores más dinámicos de la sociedad.
Significaría renovación, aumento de intensidad y oxígeno para nuestra democracia. Y nuestra democracia, no debe renunciar a esos beneficios.