El clima de violencia discursiva que vivimos durante estos días responde a una matriz de pensamiento que censura y descalifica el decir y actuar del otro.
El otro se instala en la sociedad y en los medios de comunicación como enemigo, como el eterno obstáculo que no sólo hay que sortear sino destruir.
Un otro que no tiene el derecho a pensar diferente; un otro que conspira sistemáticamente contra un modelo político nacional de sesgo popular progresista.
El otro se configura en función de la agresión que ejerce la diferencia (mal concebida); con el odio y resquemor de querer cancelar su mirada sobre la realidad y con la impotencia de no saber escucharlo. Un otro generalizado, vacío de sentido, un absoluto al que le fascina desentenderse de lo real, de la distribución de la riqueza, de la pobreza, del salario, y de tantos aspectos que inciden en nuestra ciudad.
El otro, una ama de casa, un albañil, un empresario, un profesional, un sindicalista, un adolescente, que por la honesta y sincera convicción de pensar y elegir diferente, es merecedor de una condena ejemplar.
El vecino que a través de su voto materializa la convicción de elegir al representante que deberá gobernar los próximos cuatro años, reclama a gritos que se le respete su decisión. Las descalificaciones no se encuentran amparadas bajo ningún plexo normativo constitucional, no se justifican por la libertad de expresión, representan verdaderas ofensas que erosionan a la democracia.
Debemos superar los prejuicios, desactivar lo que nos aleja, el ser parte de una misma sociedad nos responsabiliza como partes integrantes de un todo que nos constituye.
Seamos capaces de elevar nuestros niveles de tolerancia, de armarnos de paciencia y tratar de conciliar posturas. La misión radica en desandar caminos complejos, en armonizar proyectos que capten las exigencias del otro y tiendan al bien común.
El otro no como conflicto sino como vecino, como sujeto no idéntico a mí, como ciudadano que tiene la aptitud para discernir y accionar libremente.