Off sobre comunicado de sanatorio, un par de llamadas telefónicas a músicos que lo intentaron imitar, un tape sobre un show en Chile de la década del 80, cinco portales con tapas en letra grandota, en las redes sociales tipos que no respiran mucho cuando hablan y tienen el cogote colorado debaten sobre qué es ser un artista integral. Todos emboscando a la muerte en un disco rígido personal para que sujete a un hombre que nadie quiere matar. Nadie quiere ni puede matar a Cerati, pesa demasiado. Lo sujetan desde una camilla en el mejor de los sanatorios porque no pueden vivir de versiones subtituladas por otros. Al parecer los mitos no pueden perder sin reemplazo, alguien tiene que soportar el peso de cargar con los absolutos que la gente sublima en estribillos. Cerati no puede desaparecer. Tiene que ser acá y allá a la vez. Resistir, con respirador, con clavos, con sondas, con masajes resucitadores, con velas encendidas, con actos reflejos y con bandas tributos de chicos con gel, pero no se puede ir y abandonar la bandeja.
Quiero creer que las ausencias no serán el estatuto futuro de nuestra barbarie. Tal vez por eso la puñalada en el árbol genealógico de la música antes de convertirse en leyenda se transformará en anécdota. Todos van a empatar sus propios deja vu con la historia de Soda. Sus letras van a ser ese sobrecielo que cobija a los mortales simples, esos que vamos a tener 2 cifras al final de la vida , para evitarnos a los que escriben desde una granja.
En un tiempo donde los rockeros llegan a los países y se juntan con los mandatarios para charlar sobre problemas macroeconómicos, en un tiempo en donde los músicos componen desde las piernas de una panelista y se ejercita la figura del antigenio para convalidar el fracaso del tipo del pogo, en un tiempo en donde el escenario vomita sacerdotes que hacen religión para linkearse con los que siempre comen una sopa del mismo gusto, los que se quedaron afuera del preámbulo de los dones lloran a un tipo que nunca dijo los quiero, que nunca le cantó a la fé del cafetero, ni a la falsa inclusión, ni al obrero que salía del gasoducto, ni a los nacionalismos ni a la argentinidad, porque no era para todos, era para los que tenían ciertas necesidades resueltas o que creían en los contravenenos que entran con la luz. Por eso era masivo, pero no popular. Por eso para salvar a Luca o a Pappo, algunos deseaban “que se muera Cerati la puta madre que lo pario”. Ese es el problema del artista que está por encima de la historia de la recepción.
Cerati no era un lugar simpático porque los que se contentan con un tiramisú y juegan a ser caníbales en el espejo del baño solo hacen cortinas para radios FM. El tipo que compuso “signos” en 4 horas y se internó al grito de “me muero” y el tipo que pateaba los parlantes de Bossio y no se hablaba con Alberti estuvo a la altura de una tradición que siempre nos excedió, que llegó en forma de clonazepan cuando Lennon dijo que el sueño había terminado porque por tipos como él y Moura dejó de ser una reversión de pasillo para ser un fenómeno con su propio cuero.
Salvo Vox Dei, el verdadero rock no puede creer en los espíritus que soplan pestañas ni en nada que reconcilie cínicamente las rupturas que van a durar hasta el final de los tiempos. Los que cantaron ostentando una fe oficial fueron lo peor que nos pasó. Y ahí está la diferencia entre tocar desde la legalidad y tocar desde la legitimidad. La legalidad la dan el sello y SADAIC, la legitimidad las gargantas eternas. El rock cree en las taquicardias que tienen algo para decir, en las bocas secas, en los baños sin carteles con gente plastificada, en los garage con listas tapando crucifijos y púas bañadas en vinagre.
No hay espacio para el don y el milagro a la vez. Un cuerpo no puede contener a los dos. Por eso la chance cristalina no le llega al rockstar y el progresismo no le llega a Bono.
Para siempre y hoy tambíen, la furia dejó de ser un exceso para volver a ser apología.
La recompensa llegó durante y el gracias antes que los totales.