Cuando los viejos escuchamos que teníamos que pedir permiso, se nos erizó la piel. ¿A nosotros nos van a obligar a pedir permiso? De ninguna manera, dijimos quienes integramos el sector más vulnerable frente a la actual pandemia. Ya nos veíamos recluidos por la fuerza, con grilletes en los tobillos, tobilleras electrónicas, barrotes de hierro en la puerta y un tipo autoritario amenazándonos con llevarnos a la comisaría.
Si el Ministro de Salud de la Ciudad de Buenos Aires Fernán Quirós hubiera analizado someramente a la generación de los “Baby Boomers”, nacidos en la década del 40 al finalizar la Segunda Guerra Mundial y que ahora somos los de 70 y 80 años, no habría osado obligarnos a pedir permiso para salir de casa; hubiera pedido amablemente el apoyo de esta franja etaria para contribuir con una cuarentena más restrictiva en su propio beneficio.
La generación “Baby Boomers” es hipersensible al autoritarismo. Si bien nació con el chip de un nuevo orden mundial y, consecuentemente, nuevas reglas que aceptó y cumplió a rajatablas, no se banca que le den órdenes. Pedirle que apoye tal o cual medida, es otra cosa. Por eso, si el planteo hubiera sido, por ejemplo: “El Estado quiere cuidarlos y está haciendo todo para salvaguardarlos de los riesgos en esta pandemia que nos sorprende más que a ustedes -que ya atravesaron decenas de crisis fuertes-; pero necesitamos de una colaboración de su parte: por unas semanas, hasta que pase la etapa más virulenta, ¿podrían quedarse en casa y no salir más que para cobrar la jubilación, darse la vacuna o ir a una consulta médica? Para ayudarlos a resolver los problemas que se les presenten les ofreceremos pedir ayuda llamando al 147. El objetivo es que no se expongan al contagio porque ustedes son los más vulnerables de la población”. No más que eso.
Algunos “Baby boomers”, amantes de la exposición pública, salieron con los tapones de punta a atacar a los eventuales carceleros, defendiendo la libertad de hacer lo que uno quiere y cuando quiere. La libertad es una bella palabra que nuestra generación abrazó desde que nació, y con ella muchos quisimos encarnar libertarios, libertadores, liberadores. En nombre de la libertad atravesamos la explosiva década del 60 tirando por el aire todos los tabúes y las cadenas mentales. En nombre de la libertad quisimos hacer en la década del ´70 revoluciones que -ya a lo lejos- parecen excesos de imaginación que dejaron un tendal de defraudaciones y muerte en el camino.
Con la libertad en la mano enfrentamos dictaduras e injusticias que nos humillaban. Siempre sentimos la humillación a flor de piel por cualquier motivo, nos indignábamos con rapidez porque íbamos cruzando continentes en busca de verdades perdidas, con el pelo al viento y las ilusiones colgadas como aros de las orejas.
Esa típica indignación afloró cuando al Jefe de Gobierno se le ocurrió -después de ser ejemplo de gestión de crisis en la ciudad de Buenos Aires- hablar de “dar permiso” a esa franja de 70-80 para ir a la puerta y salir a jugar. Entonces, de repente, la idea se convirtió en un “estado de sitio selectivo”, una medida inconstitucional que denigra a los mayores, “protección sí, prisión domiciliaria no”, “vamos a resistir”, “es una medida terriblemente discriminatoria”. Expresiones muy diferentes a las de Angela Merkel, quien dijo que “encerrar a nuestros mayores como estrategia de salida a la normalidad es inaceptable desde el punto de vista ético y moral”. La Canciller lo dice desde el lugar de alguien que ya dominó la pandemia en su país porque su sistema de salud nunca dejó de prever las crisis, ni bajó el presupuesto del área en sus cuatro mandatos.
Estamos acostumbrados a exigir la presencia del Estado en todo. Paradójicamente las críticas aparecieron justo cuando el Estado manifestó su preocupación por “cuidar” a la franja porteña más permeable a la enfermedad que -por las noticias que nos llegan- ya causó miles de muertos mayores de 70 años en Italia, España, Estados Unidos, China, Corea del Sur, Gran Bretaña, por mencionar algunos países.
Lo discutible aquí no es la libertad de las personas para dar una vuelta por el barrio cuando tienen ganas. Si somos verdaderamente sinceros debemos decir que los viejos nos recluimos sin chistar desde el principio de la cuarentena y salimos por cuestiones esenciales muy pocas veces en la semana. Nos cuidamos porque sabemos que nos pueden contagiar los más jóvenes, los chicos, los que están de paso en un supermercado, en una farmacia, en una verdulería. Usamos sin protestar el barbijo, tenemos las manos resecas de usar lavandina e higienizar ropas, zapatos, barbijos, cosas que compramos para comer; repasamos las superficies de la casa y nos lavamos las manos doscientas veces al día.
Pareciera ser que la sabiduría que dan los años se perdió bajo el velo nostálgico de una libertad que conquistamos a medias, que el discernimiento ofuscado no nos deja ver más allá de nuestras narices para darnos cuenta de que, cuando efectivamente el contagio de COVID 19 eleve la curva hasta alcanzar su pico, por más recaudos que se hayan tomado, el sistema hospitalario y la cantidad de camas y respiradores puede desbordarse y colapsar., como le ha pasado a incontables países desarrollados.
Es muy probable que en ese escenario, inalcanzable para la imaginación y la intelectualidad argentina, porque “como Dios es argentino a nosotros no nos va a pasar nunca nada”, los profesionales médicos y auxiliares de enfermería se encuentren ante la desagraciada situación de decidir a quién se le concede una cama, el último respirador o un lugar en la terapia intensiva. En fin, decidir a quién salvar: al viejo que vivió mucho tiempo y tiene escasas posibilidades de sobrevivir o al joven que es el futuro de la Patria, como ocurrió en Italia. Ningún profesional de la medicina ni funcionario de alto o bajo rango dirá esto con todas las letras.
La cultura de dejar que los adultos mayores mueran en los geriátricos que cultivan Holanda y Bélgica es deplorable porque literalmente los abandonan. No fue el caso de Italia ni de España donde adoran a los viejos que, encima, llegan cada vez más a los 100 años.
¿Qué haremos en Argentina? A nuestros políticos los asustan los muertos, la historia argentina está plagada de presidentes que renunciaron porque les tiraron un muerto. Pero los muertos ya están, es un hecho irremediable. Queda enfrentar esta crisis letal a como dé lugar.
¿Qué haremos los argentinos con los enfermos cuando se desate el pandemónium? ¿Seleccionaremos por turno de llegada al hospital? ¿Las ambulancias tardarán más de la cuenta por la falta de camas en los hospitales públicos y privados? ¿Será suficiente el sistema de salud actual y los recaudos que se están tomando? ¿Si hoy no hay en el país la cantidad de kits de testeo necesarios para saber quién está contagiado o no, como hizo por millones Angela Merkel, qué otros insumos faltarán?
No hay una vacuna, nadie la tiene en el mundo. Los enfermos reciben atención paliativa y los que se recuperan lo hacen gracias a las defensas propias de su sistema inmunológico. Una cuestión de suerte. Sin embargo, las cifras de los recuperados es un aliciente frente al número de muertes. Nuestros profesionales son muy buenos pero con este bicho están a ciegas, como en el resto del planeta.
Por eso, la principal lucha en la catástrofe que nos toca vivir es sobre el contagio. Evitar el contagio es vital. Para eso “hay que quedarse en casa”, mientras el Estado resuelve el problema de los permisos para cuando es necesaria la firma personal en las farmacias por recetas con descuento, la firma personal en el uso de la tarjeta de débito en los supermercados, y la organización en la cola de los cajeros dando prioridad a los mayores de 70 para que vuelvan a casa lo antes posible.
Esta es la norma, la razonable solución al problema, otro paliativo. Quienes quieran protegerse, cumplirán. El que quiera hacer uso de su libertad que lo haga y piense que, en este caso, esa potestad está íntimamente ligada a la responsabilidad personal y, en eso, el Estado nada tiene que ver.