En estos días ocurre una novedad que hace pie en una expectativa siempre incierta y continua, sobre todo desde la izquierda o el progresismo, alrededor de la relación de los jóvenes y la política. Por todos lados brotan imágenes de juventudes organizadas, o que empiezan a hacerlo, y que tiene su cita histórica en el mes de septiembre por esas fechas que hacen sanguchito: tanto el recuerdo de La Noche de los Lápices como el eterno “día de la primavera y de los estudiantes”. Ambas cosas, incluso por cómo fueron retratadas por la historia, son casi inseparables. Juventud, plazas públicas, escuelas, flores y compromiso. Un flower power montonero.
Por derecha, tanto desde el partido PRO como desde la Iglesia católica u otras expresiones conservadoras, laicas y no laicas, se suele invocar también la necesidad de la “participación” juvenil, pero esta vez, licuando en ella el contenido político intrínseco para moldear una imagen más “sana” y liviana, exorcizada de toda disputa política y de poder, fuera del Estado. La política, en esta visión, aparece como una práctica incorregible, ya que –se supone– en todo gesto solidario “pide algo a cambio” (¡el voto!). Así, los más conservadores exhortan a los jóvenes a no meterse “en política”. Que les reserven a los mayores el derecho al barro. De hecho, es común oír que algo se ningunea diciendo “lo que pasa es que eso es político”. Quizás más ingenuo e inocente, este llamado a la participación también es un activo de la democracia. Y no puede ser menospreciado, a riesgo de confundir un sólo modo de ser joven.
Pero hoy, frente a ese imaginario de “lo joven”, cuyo eje son las ONG, las fundaciones o diversas iglesias, se enfrenta un nuevo rostro combativo de los estudiantes secundarios porteños, junto a la renovada gimnasia de protesta universitaria. No son sólo los rostros de una crisis educativa.
Hay algo más. Y a esto debería sumarse el impactante y reciente acto en el Luna Park, donde los jóvenes kirchneristas de La Cámpora dijeron presente. Se trata, en todos los casos, de un producto auténtico de estos años. Una porción grande de jóvenes que “vuelven” a la política, con todo lo extraño que este concepto de “vuelta” puede tener: ya que se supone que “vuelven” a donde biológicamente nunca estuvieron. Pero se trata de la vuelta de una tradición que, como un río perenne, ha demostrado momentos enormes de irrupción histórica. Porque la Argentina es un país con una enorme tradición de movimientos juveniles y no exclusivamente la de los años setenta.
Volvamos al acto del Luna. Allí Cristina les dijo a los miles de jóvenes que estaban dentro y fuera del estadio: “Si nosotros nos hubiéramos sentado con los jóvenes de la Juventud Sindical Peronista como pueden ustedes…”. Esa frase, con toda la melancolía y la derrota encima, podría haber empezado con un “Ay, si nosotros…”. Cristina le habla a esta nueva generación de chicos y chicas, que junan o tocan de oído la historia de los setentas, que a la vez imponen sus modos, modas y tics, y que tienen una versión de la historia y de la lucha dispersa en miles de versiones de los hechos, pero que están dispuestos a ahorrar vidas y sangre simplemente porque no conocen otro horizonte, porque ellos lo que saben de la violencia, de la violencia que mata, es lo que saben que ocurre en la calle, en todas las calles, pero jamás bajo el manto de alguna invocación política. Estos chicos no tienen que aprender a ser democráticos, tienen que aprender a pedirle cosas a la democracia.
Sus cosas. Su agenda. Y eso es lo que están haciendo, aunque muchos lo hagan en movimientos al amparo oficial.
Cuando Cristina dijo eso, lejos, a la izquierda del escenario del Luna, no rugió la leonera donde los de la Juventud Sindical tocaban con la mejor gracia de la noche los bombos y redoblantes. Nadie espera otra cosa que tener todo el tiempo del mundo.
Y estos pibes tienen que saber que lo tienen.