“Con los dirigentes a la cabeza o con la cabeza de los dirigentes”, rezaba una vieja consigna política de la década del 70, allí cuando se decían algunas verdades que no eran socialmente “correctas” o “apropiadas” para una etapa que pretendía ser democrática tras una dictadura tan larga como penosa. Era justamente la herencia de ese período la que había engendrado la rebeldía política no sólo de la juventud sino también de vastos sectores sociales que se identificaban con nuevos caminos en busca de un desarrollo más equitativo y sustentable y que realizara de forma simultánea plenamente al cuerpo social. Quizás una utopía. Pero tras ella miles de hombres y mujeres encararon la epopeya de llevarla a cabo, lo que provocó la mayor entrega (la de sus propias vidas) que conozca la historia moderna de nuestro país.
Y hablando de historia, fueron deslumbrantes los festejos por el Bicentenario de la Revolución de Mayo. Fue impresionante ver ese torrente humano, inquieto y movedizo, a la vez tranquilo y en paz, como hace tiempo no sucede en este país que lentamente es infectado por metodologías violentas a la hora de saldar o dirimir diferencias o conflictos, o, peor aún, la convivencia social.
Ver a las familias argentinas (el país presente) en el microcentro porteño como hormigas celestes y blancas zigzagueantes, fatigando caminos entre los distintos hormigueros adornados con los colores patrios que se ofrecían como lugares ideales para disfrutar la ocasión, era como si aquella “argentinidad al palo”, que alguna vez inmortalizara el Pelado Cordera desde La Bersuit, se hubiera hecho realidad nada menos que el día del festejo de la Revolución de Mayo.
Y la gente no avisó, como suele pasar en las grandes gestas. Nadie (ningún cráneo de la política ni tampoco desde los medios, tanto oficialistas como opositores) pudo advertir que las cosas iban a resultar como finalmente fueron, que la gente “había comprendido más que la dirigencia de qué se trataba” esta fiesta, y que era hora de dejar las rencillas domésticas para abrirle una hendija a un destino común, en paz, compartido y para todos. Hasta ayer era casi imposible pensar que varios millones de compatriotas dejaran el malhumor por un rato y se vieran como iguales ante un evento, cualquiera fuera. La lluvia fue la última prueba que tuvo que superar la férrea e inquebrantable decisión de adueñarse de los festejos que tenía el pueblo argentino. Y por supuesto, con la gente lanzada, la lluvia poco pudo hacer para frenarla. El éxito se ganó en la calle y con respeto.
Las mezquindades y pequeñeces por la que transitaron los dirigentes (algunos presidenciables) de nuestro país fue, además de la nota discordante con la actitud de la mayoría ciudadana, el comentario ácido con el que se reflejó la excelencia de los festejos en los principales medios del mundo.
El Teatro Colón en su reapertura merece una mención especial por la imponencia de su gala. La verdad que nadie sabrá nunca si la Presidenta hubiera sido o no silbada en tan importante acontecimiento. Nada la justifica. Es bastante difícil pensar que desde el Gobierno comunal fueran tan torpes para empañar ellos mismos la bala de plata que tenían para ser también ellos artífices centrales de los festejos y que no toda la gloria quedara en Balcarce 50.
Felicitaciones por lo actuado a los dos gobiernos, nacional y local, ya que ellos dieron el marco para que el pueblo ganara la calle con propuestas de primer nivel. Algunos políticos no dieron la talla, pero el pueblo esta vez no compró una contradicción que no le pertenece, metió la trompa hacia un futuro distinto, marcó el espíritu de armonía que supimos recuperar en el mejor momento y dejó prendida una luz de esperanza hacia adelante. El desafío ahora es para la dirigencia política, el abrumador e inconfundible mensaje de las mayorías tronó esta vez en paz mientras el grueso de la dirigencia piensa sólo en 2011. ¿Cómo era eso de la cabeza de los dirigentes?