Para quienes desde nuestra más tierna infancia somos riverplatenses, la del domingo fue una tarde triste. ¡Cómo no estar apesadumbrado si River, para muchos de nosotros, es parte de nuestras vidas!
En mi caso, esa pasión futbolera arrancó a los 9 años, más precisamente en la primavera de 1957, cuando, en el viejo Gasómetro de Avenida la Plata (así se conocía a la entonces cancha de San Lorenzo), River pierde su invicto de más de medio campeonato frente a Argentinos Jrs. por 4 a 1.
El resultado de esa jornada aleja toda posibilidad de imaginar que abracé mi afecto al club de Nuñez por exitismo.
Mi padre – dirigente y sufrido hincha de Huracán – no quería que su hijo transitara las mismas penurias futboleras que él y me instaba para que me hiciera simpatizante de los de la “banda roja”.
Y aquella tarde accedí, aunque siempre dejara un lugar en mis afectos para el querido “Globo” del Parque de los Patricios, cuyo descenso también sufro.
Pero….ironías del destino, aquel, el de 1957, fue el último campeonato que River obtuvo por un largo tiempo. Pasaron 18 años sin tener la satisfacción de ganar un solo título, mientras que mi “viejo” se daba el gusto de ver al club de sus afectos, el que fundara el múltiple deportista que fue Jorge Newbery, campeón en 1973.
Tardes de alegrías y tristezas. Pasaban los años y culminábamos las temporadas a punto de acceder a los siempre esquivos galardones máximos del futbol argentino o sudamericano, hasta que una fría noche de 1975 con un equipo integrado por jugadores juveniles, por una huelga del plantel superior, frente a Argentinos Jrs, en cancha de Vélez, lo alcanzamos y, a partir de allí, retomamos el sendero de los éxitos.
Esa tradición se transmitió a mis 3 hijos, el menor de los cuales nació a los pocos minutos que el uruguayo Antonio Alzamendi, en Japón frente al campeón europeo, conquistara el tanto que nos permitiera acceder a la cima del planeta futbolístico.
Jamás imaginamos que nuestro club, el que más títulos argentinos obtuvo, el de una historia riquísima jalonada por figuras extraordinarias como Moreno, Pedernera, Labruna, Loustau, Amadeo Carrizo, Más, Rossi, Sivori, los Onega, Alonso, Francescoli y tantos otros, habría de descender de categoría.
Es el corolario de numerosos desaciertos y una advertencia que va más allá del plano futbolístico: cuando las cosas se hacen mal durante un tiempo prolongado, tarde o temprano se produce la caída. Bien lo sabe la Argentina, aunque sus gobernantes actuales parezcan ignorarlo y se empeñen en no dejar desacierto por cometer, confiando en que el viento de cola externo no tendrá fin.
Ahora estamos devaluados y deberemos asumir esta nueva condición con dolor, pero también como una oportunidad de proyectar un River más sólido, que desde el subsuelo logre levantarse y reverdecer los viejos laureles. Será acompañado por su gente si el rumbo es claro y los procederes, honestos.
La tarde fue empañada, además, por hechos de vandalismo que revelan, una vez más, la enorme impericia del gobierno nacional en materia de seguridad.
Que acontecimientos de esa naturaleza podían ocurrir, lo sabía cualquier persona mínimamente informada. El Comité de Seguridad había aconsejado que el partido se jugara sin público, conforme a los precedentes que ese organismo había sentado en otros casos similares. Pero la presidenta Kirchner optó, como siempre, por el camino más fácil y más demagógico: decidió que hubiera público. Se dijo, como único fundamento, que era mejor que la gente estuviera en el estadio y no en sus inmediaciones.
La seguridad se garantizaría por un vasto operativo policial, con más de 2200 efectivos, duplicando así la dotación del personal máximo que se ha afectado a un River-Boca.
Son tan básicos estos gurués de la seguridad que creyeron que la saturación de presencia policial era, por si sola, prevención. Entonces, nada había que temer.
Y sin embargo… Es innecesario relatar los hechos de violencia porque todo el país los vio. Fue, una vez más, el Estado bobo del que tanto hemos hablado.
Estos paladines del Estado, que venían a restituirle las funciones que los endemoniados años noventa (cuando ellos eran funcionarios o aliados del menemismo) habían suprimido o tercerizado en virtud del perverso neoliberalismo, han demostrado nuevamente que son estatistas para lo malo -meterse en la vida de las personas y de las empresas para vigilarlas o apretarlas- pero no para lo bueno.
Porque un Estado bueno es eficaz, es decir, capaz de cumplir con las tareas que tiene asignadas. Entre todas ellas, la primigenia es la garantía de la seguridad. Para ello, se requiere contar con fuerzas bien capacitadas, puestas al servicio de planes fundamentalmente preventivos.
Nada de eso se vio el domingo pasado. Muchos agentes, librados a su suerte, estuvieron a punto de ser linchados. Vecinos y comerciantes de las zonas aledañas al Monumental vivieron escenas aterradoras. Fue un espectáculo bochornoso, que prueba por sí solo que en estos ocho años no se avanzó un solo paso -todo lo contrario- en la adopción de políticas claras y consistentes para atacar el principal flagelo de nuestra sociedad.
Y se pretende encubrir esas falencias bajo el manto de los derechos humanos, como si defender los derechos humanos significara retornar a la ley de la selva.
Demagogia más improvisación más ineficacia más ideologismo barato es igual a violencia, inseguridad e impunidad.
La inseguridad en el fútbol participa de las características comunes de toda inseguridad, pero le suma elementos específicos, como la connivencia entre dirigentes políticos y sindicales con barras bravas.
Es hora de atacar en serio esta fuente de violencia y de corrupción. Es inadmisible que periodicamente hablemos del mismo tema y que nunca encaremos su solución tomando el toro por las astas.
¿Porqué no adoptamos el ejemplo de países que han pasado por esto y han logrado salir? Allí está Inglaterra, nada menos. Los barras bravas ingleses, los hooligans, no tenían nada que envidiarles a los del tablón criollo. Probablemente los superaran en ingesta alcohólica. Pero llegó un día en que el tema dejó de circunscribirse al fútbol y se transformó en una cuestión de estado. Era el honor de Inglaterra el que estaba en juego si toleraba a esas bandas de fascinerosos.
Se le asignó una importancia vital y se tomaron medidas drásticas. El efecto es el que hoy vemos cuando transmiten por televisión el fútbol inglés: que los espectadores están sentados a la vera de la cancha, sin alambrados que los separen de los jugadores.
Si ellos lo lograron, ¿por qué no nosotros? Porque no hay voluntad política.
Por Dr. Jorge R. Enríquez
El autor es abogado y periodista
Viernes 1º de julio de 2011
jrenriquez2000@gmail.com