Desde el ejecutivo nacional se pretende por todos los medios (a modo de relato), mostrar coherencia en políticas que tiendan a la transparencia, a la lucha contra la evasión tributaria y el lavado de dinero, en pos de darle un viso de seriedad a la gestión. Pero la dialéctica engañosa que los domina a diario, no hace más que manifestar patentemente esa contradicción, que lleva a condenar públicamente al evasor, al lavador, y a reformar y “democratizar” la Justicia con bombos y platillos.
Dominado por el corto plazo, el gobierno nacional pasó de declararle la guerra a los evasores -amenazándolos con traje a rayas-, a encontrarle sastres a medida que les permite blanquear lo que lograron mantener fuera del alcance del control estatal. La coyuntura se comió así todos los esfuerzos “intentados” en pos de adecuar la normativa de lavado a los estándares y recomendaciones dictados por el GAFI, organismo internacional con potestades en materia de lavado de activos.
Con el envío de proyecto de ley de blanqueo al Congreso, el gobierno nacional impulsa un perdón liso y llano de los lavadores, premiando con exención de cualquier carga tributaria a quien se decida a blanquear sus activos, sin darle mayor importancia al origen de los fondos y, a pesar de que eso signifique ir contra la propia política nacional de presión y recaudación tributaria.
Pero la necesidad tiene cara de hereje. Indudablemente, medidas como ésta se dan en circunstancias de desesperación por recuperar recursos obscenamente dilapidados. Todo ello, como consecuencia de fallas económicas implícitas de un modelo indisimulablemente obsoleto y agotado.
Por el bien de la República y por la salud de las instituciones, aún en la coyuntura desesperada de un fin de ciclo, la responsabilidad de la clase política, al menos de la oposición, será estar a la altura de los acontecimientos, que tendrán sus consecuencias quizás, cuando este “modelo” sea ya más un “relato”… pero de la historia. De lo contrario, que el último apague la luz.