Históricamente una parte preponderante de la dirigencia política argentina actuó en base al dilema amigo-enemigo. Básicamente, esta premisa exige un enfrentamiento permanente entre las distintas partes que se disputan en la arena política, y parte de una visión maniquea de la realidad (de buenos contra malos). En esta época de redes sociales, de algoritmos favorables a declaraciones de alto impacto y de flashes que encandilan, las acciones y actitudes que alimentan la división –o lo que llamamos la grieta- están a la orden del día.
Nuestro sistema electoral establece que, para ser Presidente, el candidato más votado deberá obtener al menos 45% de los votos afirmativos, más del 40% con una diferencia de 10 puntos porcentuales con el segundo candidato más votado, o el 50% +1 en el caso de balotaje. No obstante, esas ecuaciones solo sirven para ganar la elección. No alcanzan para llevar adelante un buen gobierno, o un alto nivel de legitimidad; o buena imagen circunstancial del Presidente no logra que las leyes se aprueben y tampoco existen garantías que una buena política implementada durante una administración se sostenga a través del tiempo.
Si se mantienen las conversaciones en las cuales prime la demonización del adversario y no el sentido común, la alternancia se va a traducir en romper lo que hizo el gobierno anterior para empezar de cero otra vez. No importa si las iniciativas son o no beneficiosas, solo importa quién las hizo y no para qué. Ejemplos del actual gobierno sobran: las SAS, las políticas de cuidado y protección de víctimas, las low cost, el combate a la inseguridad, entre otras fueron eliminadas por Alberto Fernández simplemente por el hecho de que no fue su partido político el que las implementó. Asimismo, posturas extremas de esta índole fueron las que llevaron a que en un tema tan transversal como la educación también sea un campo de batalla y no un espacio que genere un natural consenso: como desde Juntos por el Cambio sostenemos la importancia de la presencialidad en las clases, el mismo Presidente de la Nación –desautorizando a sus Ministros de Salud y Educación- de forma unilateral y carente de sustento científico decidió librar una batalla por el cierre de escuelas.
Reivindicar la política como herramienta transformadora es un imperativo categórico. Jugar a la grieta o a la batalla campal es fomentar la anti-política. Hoy la política –en el sentido amplio y reconociendo la multisectorialidad- es necesaria para salir de la crisis que estamos viviendo. Los consensos, el diálogo, entender que los adversarios son sujetos políticos válidos y tienen algo que decir o aportar le hace bien a la democracia y a la ciudadanía. Vehiculizar las demandas ciudadanas es vital para que triunfe el sentido común. Un ejemplo de ello es la gran lucha que encararon padres, madres, docentes, alumnos y organizaciones para que vuelvan las clases y que culminó en la reunión entre Horacio Rodríguez Larreta, Soledad Acuña y Nicolás Trotta para que el 17 de febrero en Ciudad de Buenos Aires los pibes vuelvan a las aulas. Esa foto, ese hecho político, decantó en un efecto dominó en el cual varias provincias pudieron seguir el camino de la presencialidad.
Argentina necesita cambios estructurales siderales y que solo se pueden lograr con un consenso amplio. Y ese consenso puede llegar únicamente de la mano de liderazgos moderados que no se enrosquen en la grieta. Un consenso multisectorial, sano y sincero va a lograr que las buenas prácticas y las políticas públicas perduren y se sostengan en el tiempo. Lograr un país más federal, abierto al mundo y con oportunidades debe dejar de ser un anhelo para ser una realidad. De no ser así, la única política de Estado va a seguir siendo la de desperdiciar oportunidades.