Las dificultades que ha encontrado el gobierno británico para lidiar con el costo del Brexit, que no han dejado de aumentar desde que comenzó el proceso de divorcio con Europa, tarde o temprano iban a generar voces de descontento. Pero pocas de ellas habían sido voces autorizadas. Hasta que habló Tony Blair.
En una entrevista a la prestigiosa Radio 4 de la BBC de Londres, Blair confirmó ayer que hará campaña para que el Reino Unido vuelva a la Unión Europea, y dijo: “Cuando cambian los hechos, las personas tienen derecho a cambiar de opinión”.
Pero ¿cuál era el escenario idílico que los Brexiters vendieron como panacea y falló en los cálculos?
En primer lugar, las promesas de ahorro, que supuestamente serviría para reforzar el sistema de salud: en los últimos meses el Reino Unido ha moderado las expectativas de crecimiento, y deberá pagar 60.000 millones de Euros por abandonar el bloque. Los empresarios tarde o temprano comprenderán lo que significa perder el acceso al mercado único; los irlandeses del norte comenzarán a preguntarse si tiene sentido seguir siendo una provincia británica y los ciudadanos comenzarán a sentir de manera creciente la devaluación de la libra esterlina.
Pero hay una razón de fondo, que los fanáticos del Brexit no supieron entender. Es el proceso de convergencia económica y desterritorialización política incontrolable que ha sucedido a la globalización. Debemos recordar que la crisis de representatividad está dada, fundamentalmente, por las dificultades para la homogeneización cultural.
El grave error de la política es no entender del todo bien este proceso, y no aceptar la irreversibilidad de sus condicionantes. La gente no puede decidir, por referéndum, si quiere o no quiere detener el sol con la mano. Lo mismo puede aplicarse al caso de Cataluña. Es por eso que políticos como Cameron o Puigdemont no terminan de entender su rol como líderes en el nuevo tablero de la política mundial.
No se trata de aceptar, sin más, el orden neoliberal, mucho menos después de la crisis económica mundial del 2007-08. Como acertadamente nos informa el economista Thomas Piketty en sus artículos donde al mismo tiempo critica y elogia el proceso europeo, aún es posible construir mecanismos para debatir, en los organismos internacionales y también en la esfera privada, las consecuencias negativas de la revolución tecnológica y la internacionalización financiera y comercial, así como los desafíos en materia de seguridad, que con la crisis en Corea del Norte adquieren una importancia que compete a todas las naciones del planeta. La estrategia del avestruz, como sabemos, revela hoy su inutilidad desde un primer momento. No es casual que las manifestaciones contra el Brexit hayan comenzado el mismo mes del referéndum, en junio del 2016.
Pero si los políticos británicos ya descartan cualquier posibilidad de un Brexit suave, de más está decir que el regreso sin gloria tampoco ocurrirá con facilidad. Muchos socios europeos saben que el Reino Unido ha sido, desde que comenzó el proyecto europeo, el socio más conflictivo de la zona, vale decir, el que sólo quiere las ventajas del privilegio comercial, pero sin comprometerse demasiado con el afán de integración profunda con el que aún anima al club de naciones con sede en Bruselas.
¿Conseguirá Blair lo que todos, conservadores y progresistas (como los diarios The Times y The Guardian o buena parte de los legisladores, tanto laboristas como conservadores) comienzan a pedir, mientras la sociedad inglesa profundiza su división interna? ¿O lo conseguirán los irlandeses, que se niegan a aceptar una “hard border” entre Belfast y Dublín para sus productos?
La solución deberá aparecer pronto, y esta vez no habrá lugar para los indecisos. Como alguna vez sostuvo Otto Von Bismarck, artífice de la unificación alemana, “es un gran mal el de no saber decir con resolución sí o no”.