D ías antes del 8-N se ofició el espectáculo callejero del recuerdo a dos años de la muerte de Néstor Kirchner. Militantes kirchneristas pintando plazas bajo el lema “insoportablemente vivo”, como un modo de celebrar el recuerdo de un líder inolvidable. Si nos abstraemos de su pasado pre 2003, de su desempeño eficaz en la gestión de una lejana provincia casi deshabitada y rica, y si tomamos la impronta que definió la identidad kirchnerista como un plus por encima del soporte peronista, diríamos que fue –entre otras cosas, claro- un auténtico político de clase media, con preocupaciones peronistas básicas (gobernabilidad y estabilidad económica) pero que incorporó una agenda (¿liberal de izquierda?) a la vez que una recuperación de la mística militante, y con eso tramó un gobierno que tocó las notas de la sinfonía pendiente de la agenda alfonsinista y frepasista. Algo del “no pude” de Alfonsín y Chacho estuvo en la impronta inmediata del kirchnerismo como deuda a saldar.
Néstor Kirchner, en condiciones irrepetibles, logró consumar, con todos los ritos simbólicos, lo que ya había ocurrido: la transición democrática. Que requería una ceremonia final. Una transición que se afianzó con el gobierno poderoso de Carlos Saúl Menem a través de una bomba de tiempo económica llamada convertibilidad, que tuvo un efecto político paradójico en el mediano plazo: permitió el gobierno de la economía por parte de un régimen democrático, lo cual consolidó lo que parecía imposible, es decir, que un gobierno civil acumulara poder sólido y legitimidad popular. Ese detalle lateral, que no pretende negar los efectos sociales de esa política económica devastadora, de algún modo precipitó un poder que fortaleció las instituciones.
¿Cómo se salió del engendro económico de la convertibilidad? Con sangre, sudor y lágrimas, pero también a través de los resortes institucionales. Una democracia que sobrevive a una crisis es una democracia que se hace más fuerte. De modo que con viento de cola, instituciones sobrevivientes y un peronismo-partido único, la figura de Kirchner agregó un sentido histórico basado en su noción progresista: el 2001 se tragó un ciclo económico espantoso y permitió abrir uno nuevo, una experiencia sin paradigma, en un mundo que poco tardaría en sufrir las características estructurales de la crisis que Argentina –y el continente– ya habían soportado.
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Escrito para un sobrecito de azúcar: de esa biografía pública que es Néstor Kirchner nos queda grabado el triste sabor final de que no pudo envejecer. Es tal el “mito del Néstor militante” que también aparecen en su recuerdo algunas mutilaciones, y se me ocurre una: la del derecho a vivir su tercera edad, una edad herbívora que le hubiera permitido el abrazo con viejos adversarios, el detalle del jardín de invierno en procura de silencio y el crecimiento de los nietos como el de una enredadera en el muro protegido de la casa.
Escrito para un sobrecito de azúcar: no vivas sin procurarte momentos en paz para pensar en tu muerte. Pensar en la muerte mejora la vida porque te hace más consciente del tiempo, y del tiempo que no hay que perder. Pensar en la muerte significa pensar más allá de lo tolerable. La reflexión sobre la propia finitud es una condición que podríamos pedirle como credencial a cada futuro líder. La vida full time de la rosca, ese día antártico, sin noche, empuja a un líder a invisibilizar qué de la vida está afuera de la historia. Si en los años 90 la figura de un político se ilustraba sobre ese afuera ocioso, lujoso, de vida abierta a la revista Caras, la “vuelta de la política” fecundó figuras como la de Néstor Kirchner: ¿qué de ellos está por afuera de la política? Sabemos que en el fondo nadie quiere morir, pero necesitamos también la imagen de alguien dispuesto a sacrificar su yo-colectivo, su altruismo, por su propia vida.
La democracia y la épica conviven, se nutren, se repelen también. El homenaje al tipo que cuando los médicos le dijeron que frenara no frenó no puede carecer de ese sabor agridulce: lo preferimos vivo y desentendido de nosotros. Lo interesante de Kirchner era –justamente- que no se trataba de un setentista de pura cepa, sino que por él, por su vida, por su cuerpo y por su forma de hacer política, también pasaron los años 90. Ahora, del relato, nos falta hacer visible esa cuota egoísta en una persona que se dedicaba a lo público día y noche: todo estaba confundido, la vida privada de la pública, el político de la persona. Y así. Ese punto destacado por sus fanáticos y detractores (el “animal político”, “no descansaba nunca”), eso, ahora, es un problema.
Ninguna muerte tiene mensaje porque nadie quiere morir. Pero no nos imaginamos a Néstor Kirchner en una cocina poniendo una radiografía contra la luz del foco para ver los detalles de una mancha negra, minúscula, cerca de un ojo. No lo imaginábamos escuchando el relato de una película. Ni apagando el celular. Ni con los siete monitores apagados delante de su cinta de correr por las mañanas. La muerte de Kirchner, más que en lo “insoportablemente vivo”, nos puede hacer pensar en que la vida era insoportable. Hay algo anti político que la fotografía de Kirchner nos debe, y que su mitología en construcción entierra aun más.
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El 27-O fue celebrado centralmente en muchos barrios de clase media por parte de esa militancia que Kirchner ayudó a reconstruir, personas convertidas a identidades que no se reconocen como parte de la clase media (luchan contra ella, hablan en lengua “jauretchiana”). Y se enlaza sutilmente al 8-N: porque –en contraste- fue la marcha de los que no priorizan la historia, ni la política. Hay algo de vida antipolítica en ese paisaje de clase media urbana, consumista, de cola de Frávega; pero también en ese masivo grito de inseguridad, tan desconcertante para toda mente progresista, hay algo anti-histórico: algo que dice “la muerte no tiene sentido”. Estamos congregados en una enorme reunión de consorcio de la clase media, aceptémoslo. “Batalla cultural” es su nombre. Una foto muda del 8-N llegando por Corrientes, borroneados sus carteles, entra en el muro del Facebook de 678. Y pregunta frente a esa realidad efectiva: ¿cuáles son los recursos de diálogo del gobierno con esa plaza? ¿Sus políticos progresistas, Martín Sabbatella, Juan Manuel Abal Medina, Gabriel Mariotto o Guillermo Moreno? No. Hay más oído atento del otro lado del Riachuelo, en la bruma del elenco pejotista, siempre más marginado. El progresismo no se habla con sus vecinos.
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Cuenta siempre Mario Wainfeld un encuentro casual con Néstor Kirchner, siendo presidente, donde éste le muestra un “papelito” que saca del bolsillo, en el que llevaba anotados los números de ventiladores y splits vendidos un verano ardiente. Un día cualquiera de los primeros años del primer gobierno. Néstor deducía que “los enemigos” iban a odiar a un promotor del consumo popular. No se equivocó. Pero llevaba ese papelito, ese número en el bolsillo. Y esa representación: gente abasteciéndose de placer.
El 8-N, de algún modo figurado, podría ser resumido (siempre injustamente) a la marcha de los consumidores del split y el ventilador de techo. La marcha del millón de los que no tienen sus sentimientos en la política y sí en la economía o en la vida. ¿Quién se niega a representar eso en una democracia? ¿Quién dice que eso no es pueblo argentino? Eso que está ahí, eso que habla de un ignoto pasado de armonía, para los gustosos del populismo laclausiano: ahí también hay un confuso pueblo en disponibilidad de ser representado. Porque el 8-N no incubó un 9-N, un 10-N, es decir, los días de un futuro distinto. Llegó hasta ese límite de articulación de la bronca y ya a las diez de la noche había tocado su vacío. ¿Qué podía verse del 8-N como fondo crítico, como gesto girando en falso y mordiéndose la cola? Un montón de gente que se quiere sacar el Estado de encima pero que simultáneamente pide más Estado. Gente protagonista e impaciente, difícil para aceptar la moderación de la política cuando llegue la hora de la representación.
Los caceroleros pueden tener la agenda de Clarín pero no a Clarín en su agenda. No hay articulación orgánica entre el 8-N y el 7-D. Ninguno de los puntos de la protesta incluyó la “no desinversión” del Grupo Clarín. Es obvio que los manifestantes no tienen como prioridad la ley de medios, no infieren decisiva la contradicción “política versus corporaciones” y ven a un gobierno fuerte, con mayoría parlamentaria y que con ello podría sumar más poder. ¿Y qué podrían pensar los que reclaman por las instituciones acerca de las intromisiones judiciales del Grupo Clarín o sobre los detalles de la gestión en Papel Prensa? No lo sabemos. Quizás lo saben y no les alcanza.
Pero por más esfuerzo semiótico en definir “lo político” de las maniobras mediáticas de Clarín, aun así, en estas horas, también se revela la distancia entre lo expuesto y la política a secas. Eso que Clarín no es (un partido, aunque actúe como si lo fuera) en un contexto de extrema politización también es una condición, un límite. Puede influenciar la justicia, la política, la gente, hasta un punto. Las versiones sobre sus poderes desproporcionados, donde Clarín está antes y después de todo, su metástasis en el orden democrático, también merecen algún sensato matiz.
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¿Pero qué pasó el 8-N? ¿Qué exigen muchos frente a una manifestación? ¿Qué protocolos se pueden violar cuando se pisa la calle? ¿Hay formas mejores y peores de la plaza? ¿Hay una “plaza calificada” por izquierda, así como por derecha existió durante mucho tiempo la fantasía del voto calificado? El múltiple rechazo kirchnerista al 8-N, visto en las redes sociales y en programas periodísticos, tiene un aliento a vieja ilustración de izquierda: ¿cómo (con cuánta densidad ideológica) se puede ocupar la plaza? Tanto 678 como los artesanos que con su cámara interpelaron a la manera de estudiantes de TEA a los manifestantes fueron al extremo en el arte de la repregunta a personas más bien incautas o no preparadas en el arte de la sobremesa política, las charlas en el café La Paz o los plenarios hasta las 3 am para discutir la posición del partido frente a la crisis egipcia.
La multitudinaria marcha del 8-N soportó el peaje simbólico de quienes detentan el monopolio del uso de la plaza: la izquierda social que juzga como insuficientes los usos de los caceroleros de 2012. Cada cacerolero –según esas crónicas- parecería tener que dar explicaciones exhaustivas sobre la letra chica de su reclamo: de qué trabaja, qué significa inseguridad, ¿cómo combatirías vos la inflación? Esta “exigencia” de ciudadanía frente a una marcha puede parecer el síntoma de un elitismo que en nombre de lo popular asume rasgos contradictorios incluso con el discurso con el cual rechaza el 8-N. Es decir: trata a los manifestantes como glotones del modelo, angurrientos o avaros que sólo deberían asumir públicamente las realidades de otros para “pisar la plaza”. Pero cuando lo hacen (lo dicen) son instados a ajustarse a su situación puntual. Veamos un ejemplo: un hombre dice que se manifiesta por la “inseguridad” y el corresponsal le repregunta “¿pero a usted le robaron?”.
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Efecto 2001: una democratización de la calle, una politización de lo privado que es insoportable para los oídos que sólo quieren oír la maravillosa música del pueblo argentino en clave emancipadora, obrera, sindical o libertaria. Efecto 2001: lo privado que se hace público es mucho más privado que antes. La irrupción de la figura del ahorrista en el lejano 2001, incluso por sobre la del desocupado, abrió un tajo sobre los protocolos de la ocupación del espacio público. Lo abrió hacia una intimidad jamás descubierta, la supuración individualista. Algo que en las décadas del 70, del 80 y del 90 se sostuvo con la impronta de la disciplina y la cultura militantes.
Es cierto: contra los movimientos de desocupados y contra las manifestaciones sindicales históricamente muchos medios y reporteros desplegaron argumentos racistas de descalificación muy en sintonía con algo del clima 8-N. “Vienen por el plan, vienen por el chori, los trae el puntero”. En ese borde graso se mueve siempre un discurso que valoriza lo espontáneo por sobre lo organizado. Es el rechazo a la política como necesidad. Pero casi diez años de crecimiento económico contribuyen a un juicio: ahora la clase media es el hecho maldito del país peronista. Y no en un sentido contradictorio sino filiatorio. Incluso el 8-N tuvo su correlato político-sindical: el 20-N, el paro promovido por las alas más duras de las centrales sindicales, quienes expusieron no la realidad de los marginados sino el conflicto de quienes ingresaron a la 4ª categoría y pagan Ganancias.
Ese núcleo duro de agenda, sumado a la resistencia a la nueva ley de ART, entre otras cosas (corriendo a un costado el primer plano político del paro) es sintomático de la tensión cultural en la que un proyecto de Estado (aun progresista como el kirchnerista) se entiende más con los necesitados y con los intereses empresariales que con ese magma de salvados que quieren más. Pasado en limpio, el paro del 20 fue de los trabajadores calificados, de los que por nivel de ingreso golpean las puertas de la clase media: los hijos del modelo que quieren reencauzar al padre del modelo. Hay algo del 20-N que terminó de cerrar el 8-N. De sellar.
Veámoslo así: según una tranquilizadora división de roles, la clase baja expresa sus necesidades, la clase alta sus intereses y la clase media sus deseos. La idea de clase media saca de las casillas porque enseña un aspecto sordo: el de los que hablan por sus bolsillos y carecen de necesidades básicas insatisfechas o de intereses de clase puros y duros. A la larga el kirchnerismo se entiende más con la coya humilde del desierto que recibe su netbook o con el empresario industrial poderoso más que con un tal Chazarreta (el camionero que cobra más de 18 mil pesos) o el vecino de Caballito o Palermo que junta los dólares que puede y sueña los dólares que quiere. Pero no es por defecto sino por efecto de poder: los intereses y las necesidades se gestionan, pero no hay una paritaria de los deseos.
“¿Qué quieren estos, qué más?”, es la pregunta fastidiosa frente a la dignidad de los salarios y la ansiedad de los asalariados. Ese aspecto no lo contábamos: la gente es gente y quiere más. El obrero calificado o el cuentapropista son más libres. Y odian al recaudador de impuestos. Es un nativo de la anti-política porque conoce a la AFIP y odia a la AFIP. Y para él la política es una caja. Usan –en tal caso– un discurso de movilidad ascendente no partisano (dicen: “Todo es posible si te rompés el lomo y tenés buenas ideas”). Sin ser taxativo, algo del 8-N también quiere entrar en el horizonte simbólico de Cristina a partir de un discurso anclado en la movilidad social individual y en la idea de una vida “normal”. Había carteles que decían: “Queremos un país normal”. Una cita inconsciente o no al primer eslogan de Néstor Kirchner. El kirchnerismo gobernó como gobernó porque empezó en el 2003 escuchando todavía el temblor doméstico del teflón, esa amenaza de una clase tan indomable como inabarcable.
* Periodista y escritor.
Publicado originalmente en © Le Monde diplomatique, edición Cono Sur