Podríamos hacer una larga descripción de las razones por las que es gravísimo omitir o publicar datos sobre pobreza reales para que el Estado planifique políticas públicas que la combatan y resuelvan. La pobreza, sin dudas, es la deuda más onerosa que tiene la democracia argentina contemporánea y, particularmente, es la vergüenza más notable del ciclo kirchnerista, que seguirá sin reconocer su responsabilidad en la consolidación de estas indignas condiciones de vida en un amplio segmento de la población.
Sin embargo, esta columna intentará explicar que la pobreza, además, es un negocio para algunos sectores económicos y políticos que sin duda se benefician con su sostenimiento. Estos sectores, minoritarios, han visto crecer sus patrimonios y sus negocios durante la década, accedieron a fortunas enormes que les han permitido aislarse de las consecuencias más gravosas que la pobreza incorpora en el conjunto de la sociedad, al mismo tiempo que condiciona el acceso de los sectores más vulnerables a derechos básicos.
Entre las consecuencias más visibles que el sostenimiento y la consolidación de la pobreza traslada al conjunto de la sociedad está el crecimiento de Estados paralelos, como lo son las redes de narcotráfico o delincuencia, que afectan fuertemente al conjunto de la sociedad y se sostienen especialmente en condiciones de desigualdad como la que vivimos.
Ocultar los números de pobreza no solo es ocultar una realidad visible que se quiere negar, es también ocultar que Argentina, como el conjunto de los países latinoamericanos que crecieron en la primera década del siglo, amplió la brecha de desigualdad al interior de sus economías.
Como ejemplo de esto podemos mencionar datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) que muestran cómo en nuestra sociedad los sectores de mejores ingresos, es decir, aquellos individuos y grupos vinculados con la explotación y la exportación de productos primarios, de origen agropecuario o mineral, la actividad financiera y la concentración de la oferta de bienes consumo masivo, que no representan siquiera el 10% de la población, tienen ingresos comparables con los sectores de altos ingresos de los países centrales del mundo (aproximadamente 94 mil dólares anuales). Los sectores de bajos ingresos, mientras tanto, aproximadamente el 50% de la población, tienen ingresos promedio de 5 mil dólares al año, comparable con los promedios de ingreso de países africanos.
Esta relación que hace Cepal de la desigualdad reinante en América Latina, de la que somos una clara muestra, nos convierte en la región más desigual del mundo, incluso por encima de África subsahariana. A esto debemos agregarle que los sectores más beneficiados por el ciclo económico son grupos empresariales extranjeros y cada vez más concentrados.
Ahora bien, podríamos decir que esta es una tendencia mundial y que Argentina no puede escapar a esta lógica de acumulación. Sin embargo, otra vez nos encontramos con datos incontrastables de organismos inobjetables en el plano estadístico, como Naciones Unidas, que revelan que el crecimiento del PBI en Latinoamérica (alrededor de 4% promedio en la última década) ha beneficiado al segmento más rico de la población, aun en países como Argentina y Brasil, que lograron mejorar su esquema impositivo y fiscal.
A su vez, los impuestos en nuestro país recaen sobre los sectores medios y bajos de la población. El IVA generalizado y el impuesto al trabajo (mal llamado “ganancias”) son la base de nuestro esquema impositivo, al punto que entre trabajadores aportantes y consumidores de bienes básicos (alimentos, especialmente) se concentra la recaudación del Estado; mientras que las grandes corporaciones mineras, los complejos y los fideicomisos sojeros, el sector financiero y el automotriz cuentan con enormes subsidios del Estado, exenciones impositivas de todo tipo y un tratamiento especial por parte del Gobierno.
Si comparamos nuestro esquema impositivo con el europeo, por ejemplo, nos encontramos con que el índice de Gini (que mide la desigualdad en los Estados) en Europa, con un sistema impositivo progresivo, se reduce promedio un 30%, mientras que en nuestro país, con un esquema recaudatorio regresivo, dicho índice prácticamente no se modifica. Lo que estoy planteando es que mientras que en los países centrales el Estado cumple un papel de igualador de las condiciones de vida de la gente, en nuestro país cumple el papel de consolidar la desigualdad.
Podría seguir describiendo muchísimas características del modelo “década ganada” que echan por tierra el relato K, pero creo que los datos que señalé son suficientes para comprender por qué el Gobierno oculta los datos de la pobreza.
Para terminar, resulta importante que nuestra mirada no se quede en la mera crítica, por lo que señalaré algunas medidas que un Gobierno progresista debería adoptar para resolver esta lamentable situación, una vez que se regularizara el funcionamiento del Instituto Nacional de Estadística y Censos de la República Argentina (Indec) y se sinceraran las cifras. En primer lugar, una reforma impositiva integral y progresiva, para que paguen más los que más tienen; un plan agresivo que promueva el empleo formal, premie a los empresarios que registren a sus trabajadores. Además, un Estado que castigue con firmeza la corrupción, empezando por la de los funcionarios públicos, para que el sector privado comprenda que esta no es una práctica “normal”; una promoción del sector de la economía social con una ley nacional de compra estatal y el reconocimiento del sector para que pueda elegir a sus representantes en el acuerdo en paritarias del ingreso de los trabajadores. Finalmente, un Estado activo y fuerte en la negociación con los sectores que explotan los recursos naturales demandados en el mercado mundial, para que una parte de esa renta se destine al desarrollo y la infraestructura educativa, social y científica del país.