Desde la vasta investigación alrededor de la Teoría del conflicto o de los Estudios de la paz nos aproximamos a un campo de estudio que cada vez prolifera más en el mundo político y académico. Si partimos de situaciones que generan malestar social, podríamos tomar algunas dimensiones que nos permitan analizar la situación conflictiva. Ellas podrían ser la interacción contenciosa, la acción colectiva y el posicionamiento social. Estos tres elementos complementan el tradicional enfoque respecto al conflicto que se presenta como proceso donde los contendientes, generalmente con objetivos diferentes, pretenden obtener un resultado favorable en función de sus intereses.
La conflictividad social tiene diversos orígenes debido a que es multicausal y es imposible escindirla de su contexto histórico y político. Algunas dimensiones en las cuales reposa la situación conflictiva podrían enunciarse como las diversas situaciones de crisis que emanan tanto desde lo global como desde lo local en sus diferentes escalas. Entre las variadas causas existentes se podrían enunciar las culturales, sociales, coyunturales, históricas, estructurales, socioambientales, etcétera.
La conflictividad antes de emerger y –potencialmente– luego de escalar tiene una etapa previa de latencia que es donde aparecen los primeros síntomas. Se podría denominar esta fase como “etapa prodrómica”, que representa el momento propicio para desplegar acciones tendientes a transformar el conflicto en la gestación de sistemas de alerta temprana.
La necesaria reconducción de la conflictividad hacia vías desprovistas de violencia requiere de un enfoque que nos permita tener una caracterización que se adecue al campo de intervenciones apropiadas. Esto nos impele, necesariamente, a observarla como un elemento dinamizador de nuestras relaciones. Por esta vía podemos llegar a vislumbrar la conflictividad como un motor social que da propulsión y vitalidad al sistema de flujos y contraflujos de la vida democrática.
Antes de despedir el año, hemos visto en nuestras calles céntricas el despliegue de acciones por parte de las fuerzas de seguridad que dieron cuenta de la necesidad de concebir otras formas de intervención que permitan reivindicar, más que lamentar, la presencia del Estado.
La capacidad de asimilación y trámite de la demanda social por parte del actor estatal nos dan cuenta de lo situacional, ya que si la intervención conlleva distintos tipos de violencia institucional, con puestas en escena de militarización, así como también la presencia del uso y el abuso del ejercicio de la fuerza en materia represiva, nos impone una condición que obliga a replantear indefectiblemente el rol del Estado.
Se debería afrontar la conflictividad mucho más en la prevención de la violencia que en la deleznable imposición de la fuerza, y para ello deben propalarse los mecanismos de gestión constructiva de conflictos y los sistemas de alerta temprana.
Es llamativo que existan con mayor asiduidad invocaciones al diálogo como eslóganes de época o como soluciones mágicas que, al no tener ningún tipo de viabilidad, terminan por desacreditar sus magnánimas potencialidades, ya que se utilizan para aliviar el rol de los funcionarios, lograr un enfriamiento mediático y desdibujar el posicionamiento público del actor social.
En temas de intereses controvertidos, cuando se manipula el diálogo o se evitan los necesarios tratamientos parlamentarios, mediante los cuales se pueden canalizar y atender las demandas, se le está restando capacidad al Estado para tener una buena práctica en materia de conflictividad social y, lógicamente, esto conlleva a que se resienta el sistema democrático.
(*) Exdefensor del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires. Titular de la Oficina de Gestión de Conflictos de la Defensoría del Pueblo de la Nación