Nunca creí en los bares que no tienen borde. Son como fosas que se libraron del humo, pero también del muerto. Grandes cafés de dos o tres pisos en donde la sombra no tiene nada que ver con el hombre y la intimidad es un beso de lengua del gerente. Ninguna historia de amor se construye en un lugar lleno de tazones con ranura de nombres en diminutivo. Eso prohíbe el repertorio de miradas entre el viudo y la asesina, entre el profesor de coro y la sordomuda de calzas fuera de estación.
Los hinchas de Racing no vamos a Starbuks. La decoración liviana, esa aduladora de una pubertad artificial no solo atenta contra el buen gusto, sino que aplaca la verguenza de haber sido y el dolor de ya no ser del hombre que toma café. Junto con varias cadenas fundamentalistas del frapuchino ilustran sus paredes con cuadros que piden paciencia y calma (“Keep Calm and Carry ON”) a tipos que derraman tragedias.
Dos chicas de reflejos lilas eligen la mesa de la pared. Revuelven sus morrales, sacan un par de cargadores, un adaptador y tantean a uno de los 30 enchufes del lugar para colocar sus celulares en fila india. La ficha coincide, la barra del teléfono sube y baja y cualquier contratiempo con la realidad es un verdugo menor. Se turnan para retirar su bandeja del mostrador repleto de dulces de Vietnam y avanzan haciendo equilibrio entre el jugo de arándano y la sugerencia del día: una extraordinaria taza de café de Mozambique recientemente preparado (a veces las bombas vienen en vasos térmicos). Una de ellas toma un té frió que viene en botellas de vidrio porque es antioxidante, eso implica que aumentar su promedio de vida 2 meses pero dejar de creer en Sinatra.
En ese momento, dos rubios mochileros ingresan al lugar cargando en sus espaldas el 75% de la Patagonia. Eligen acompañar su desayuno con “muffins”: pequeños tumores de panadería que afloran en forma de hongos para llenarle la vesícula de caramelo, limón, vainilla y ántrax de cereza. Ideal para el caminante que odia la intemperie. Como el sitio está lleno, decidieron compartir sus kilómetros en la mesa redonda. Una tabla del tamaño de un plato volador con sillas para 15 personas que mastican azúcar negra con cara de jefes de oficinas. Nadie habla. Nadie interroga. Nadie pide una oportunidad. Sus computadoras son los asilos que lo tapan de la frente para abajo, de toda manera de sentir.
El hijo menor de una familia de 4, presiona el vidrio de la barra para señalarle a la madre un grupo de sconnes: verrugas lampiñas que llegan para sofisticar a las medialunas que se mojaban por la mitad del río de café con leche. El padre solo saca la tarjeta de crédito de su billetera y deja American Pie haga lo suyo.
El resto de la vidriera se compone de bolos naturistas, un perfecto tapper impresionista lleno de verduras, algas y papel glasé comestible que atragantan la dieta de la chica con lentes de marco violeta y pestañas del grosor de un resaltador.
En el mostrador, un afro con pelo atómico, tutea a los comensales desde la flojera del que no tiene nada para perder y transforma al lugar en un gran jardín de infantes para chicos especiales en donde nadie es feliz si no tiene su cartelito que hace juego. Sugiere un brebaje liviano, ensayando la sonrisa de Gardel (después del accidente), recalienta un par de platos y los envuelve con decenas de salsas para que no se noten las palabras lavadas.
Toma el marcador y me lanza una mirada de pantera. ¿Cómo es tu nombre?
Fleita. Lagarto Fleita.
A 200 metros, en un café de mitad de cuadra, 5 viejos de polerón negro, papadas bíblicas, y sacos soviéticos corren las sillas de respaldo vencido y terminan su partida de ajedrez. Después de 3 horas de Cinzano, queso y mortadela. Eligen no tutearse. Desde hace 40 años.